Desde los que se levantaban al alba y
trabajan sin interrupciones hasta la hora de almorzar, hasta los que necesitan
practicar ejercicio para ser más creativos, pasando por quienes necesitan
grandes dosis de cafeína y azúcar. Todos los trucos, hábitos y rutinas de los
artistas.
Si pudiéramos colarnos en un día
cualquiera de alguna de las mentes más brillantes de los últimos 400 años,
veríamos que no
hacen nada demasiado distinto a lo que solemos hacer nosotros.
Descubriríamos que tenemos mucho en común con Joan Miró, Charles Darwin,
Beethoven o Alice Munro. Que ellos también madrugan –y mucho–; que se toman una
taza de café o de té antes de comenzar el día; que se dan una ducha para
despertarse; que intentan seguir un horario. Que tienen largas jornadas
laborales. Que intentan combinárselo con la familia.
Todos, de una forma u otra, buscan
maneras de organizarse, de poner cierto orden en las 24 horas del día que les
ayude a aprovechar una serie de recursos limitados como el tiempo, la fuerza de
voluntad, la disciplina, el optimismo, la creatividad. Como intentamos hacer el
resto de mortales, vaya, algunos con más éxito que otros.
Henri
Matisse,
por ejemplo, pintaba todos los días, sin excepción, por lo que incluso tenía
que engañar a sus modelos para que posaran para él. “No comprenden que no puedo sacrificar mis
domingos por ellas sólo porque tengan novio”, decía. Creía en la
disciplina, la misma que observaba Ingmar
Bergman, el cineasta sueco, para escribir los guiones de sus películas. “¿Sabe usted
lo que es hacer cine? Ocho horas de duro trabajo cada día para obtener tres
minutos de película”, relataba en una entrevista concedida en 1964.
“Una rutina sólida genera un entorno trillado para nuestras
energías mentales y nos ayuda a conjurar
la tiranía de los estados de ánimo. Creando buenos hábitos podemos liberar
a nuestras mentes para pasar a campos de acción de verdad interesantes”,
recoge Mason Currey en el libro Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas (Turner
Noema, 2014), un compendio de las rutinas, tics, rarezas y manías de más de 160
escritores, pintores, compositores o científicos.
“Las rutinas son necesarias y todos las tenemos aunque no nos
percatemos –indica
Llúcia Viloca, psiquiatra
psicoanalista miembro de la Sociedad Española de Psicoanálisis–. Los artistas y
las personas con trabajos muy creativos antes de ponerse a crear pasan por un
momento de vacío, el de enfrentarse a la página en blanco y eso les resulta muy
angustiante. Necesitan cogerse a alguna
cosa constante e invariable que les dé seguridad, que funcione como eje
vertebrador para a partir de aquí poder crear”. Y esos son los rituales
cotidianos. Echarle un vistazo a los que siguen o han seguido muchas
mentes brillantes puede darnos, tal vez, algunas pistas para ser más
productivos o, quién sabe, acercarnos aunque sea un ápice a su genialidad.
La
importancia de una rutina
Muchos de los rituales o conductas que
seguimos tienen la función de preparar al cerebro para la tarea que va a
abordar. Por ejemplo, por la mañana en general todos tenemos las mismas
costumbres: nos quitamos el pijama, nos duchamos, nos tomamos un café,
desayunamos; con algunas diferencias, de acuerdo, pero seguimos un mismo patrón que nos predispone
para ir a trabajar.
“Esos rituales tienen la función de establecer cortes temporales
–señala Eparquio Delgado, psicólogo
clínico y director del Centro Psicológico Rayuela (Tenerife)–. Nos preparan,
nos condicionan. Somos animales de rutinas y necesitamos regularidad para
sentir que, de alguna manera, controlamos nuestra vida y eso nos reduce la
ansiedad asociada a la incertidumbre”. La necesidad de tener una
rutina es inherente al ser humano y, además, puede resultar muy ventajosa al
liberarnos de tener que enfrentarnos a las mismas decisiones cada día: “¿Me levanto?
¿Me ducho? ¿Desayuno? ¿Voy a trabajar? ¿Qué horario haré hoy?“ Y eso
abre la puerta a la imaginación, a la creatividad, al pensamiento abstracto. Dejar algunos
aspectos de nuestra vida diaria al automatismo evita que malgastemos recursos.
Tal vez por eso la mayoría de mentes
brillantes, establecen y siguen una rutina bastante estricta. Vladimir Nabokov, el padre de la famosa
adolescente Lolita, al final de su vida se instaló a vivir con su mujer en
Montreux, en Suiza, y seguía a diario una marcada pauta: se despertaba a las 7
de la mañana y se quedaba un rato en la cama repasando mentalmente diversas
cosas. A eso de las 8, finalmente se levantaba, se afeitaba, desayunaba,
meditaba un rato y luego tomaba un baño. En ese estricto orden. A continuación
se ponía a trabajar hasta la hora del almuerzo en su estudio, para antes de
comer dar un paseo con su esposa. Almorzaban de 13h a 13.30h y Nabokov volvía a
sentarse a su escritorio hasta las 18.30 h, sin pausa. A las 19 h cenaba, a las
21 h estaba de nuevo en la cama, donde leía hasta las 23.30 h y luchaba contra
el insomnio hasta la 1.30 h.
La poetisa Sylvia Plath mantuvo un diario personal desde los 11 años hasta que
se suicidó con 30 y en él relataba la lucha constante que mantenía para intentar
establecer justamente una rutina para poder escribir. Sólo poco antes de morir
lo consiguió: tomaba sedantes para dormir y cuando se le pasaba el efecto,
hacia las cinco de la madrugada, se levantaba y escribía hasta que sus hijos se
despertaban. De esta forma, en sólo dos meses en 1962 consiguió producir casi
todos los poemas incluidos en Ariel.
Aprender
a ser flexible
No obstante, a pesar de que una rutina
puede resultar muy beneficiosa para predisponer al cerebro a trabajar, cuando es muy
estricta también puede bloquearnos. Es lo que le ocurría al
dramaturgo inglés Charles Dickens,
que era incapaz de crear en ausencia de ciertas férreas condiciones. Para
empezar, necesitaba silencio absoluto, por lo que incluso en una de sus casas
hubo que instalar una doble puerta en su estudio para bloquear cualquier
sonido. Nadie lo podía interrumpir. Sus hijos y su mujer tenían prohibida la
entrada mientras él trabajaba.
Los seres humanos aprendemos en
contexto y
el contexto condiciona la adquisición de conocimiento y la memoria.
De la misma manera que resulta más sencillo que recordemos una receta de un
pastel si estamos en la cocina, es más fácil que sintamos ganas de trabajar y
estemos concentrados en nuestro ambiente laboral habitual. “En el caso de los niños comporta muchas
ventajas acostumbrarlos a unas determinadas rutinas para que aprendan los
hábitos de estudio paulatinamente. Ahora bien, una vez establecida la rutina,
también conviene cambiar de contexto y enseñarle que pueden estudiar en otros
sitios”, explica Helena
Matute, catedrática de Psicología de la Universidad de Deusto.
Porque en ocasiones el contexto puede
llegar a condicionarnos tanto que seamos incapaces de crear en otro ambiente,
como le ocurría a Dickens. “A veces se
restringe demasiado el lugar de estudio y luego llega el niño al examen y no se
acuerda de nada. Nuestro conocimiento
está ligado al contexto. De ahí que sea muy bueno fomentar rutinas, pero
también aprender a ser flexible, para condicionar al cerebro a poder aprender y
recordar en cualquier lugar. Si no, corremos el riesgo de bloquearnos”,
añade Matute.
A
quien madruga… parece ser que la inspiración le pilla trabajando.
A la mayoría de los personajes que se
recogen en el libro Rituales cotidianos,
además de seguir una rutina, no se les pegan las sábanas. Son “alondras”, como
se denomina en ciencia a aquellas personas madrugadoras que son más eficientes
por las mañanas, en contraposición a los “búhos”, que prefieren trabajar de noche.
“A veces solemos pensar que a ciertas horas rendimos mejor. Y
puede que así sea, porque es cierto que cada uno tenemos un biorritmo o unas
determinadas condiciones que nos hacen poder trabajar a unas horas, ocuparnos
de la familia o que nos vinculan al horario laboral de la empresa que nos contrata.
Pero también puede que no sea así, sino que simplemente durante dos o tres
noches, por ejemplo, he trabajado porque tenía que acabar un artículo y he
asociado que a esas horas escribo mejor”, señala el
psicólogo clínico Eparquio Delgado.
Nos acostumbramos a trabajar,
estudiar, pintar, componer a ciertas horas y esa costumbre se acaba convirtiendo en un
estilo de vida, de tal manera que luego resulta costoso o extraño
hacerlo fuera de esas horas pautadas. Federico
Fellini afirmaba que no podía dormir más de tres horas seguidas. De hecho,
cada día se levantaba a las seis de la mañana y tras perder cerca de una hora
dando vueltas por la casa, abriendo ventanas y echando un vistazo a sus libros,
salía a la calle y... ¡se disponía a llamar por teléfono! “Soy escrupuloso con respecto a quiénes
puedo despertar antes de las 7 de la mañana sin que se enfaden”,
aseguraba. Era un verdadero “alondra”, como Ernest Hemingway, que se ponía en pie con las primeras luces del
alba. Para él esas horas del nuevo día eran muy importantes porque nadie
–decía– le molestaba. El pintor Francis
Bacon era de la misma opinión y por tarde que se hubiera ido a dormir,
trabajaba desde el amanecer hasta el mediodía, sin parar, en un estudio
completamente caótico, con las paredes manchadas de pintura y pilas de cosas
tiradas por el suelo, como libros, pinceles, papeles e incluso trozos de
muebles rotos.
En el extremo opuesto se sitúan los
que prefieren trabajar mientras el resto duerme, como Henri de Toulouse-Lautrec, quien pintaba por las noches en burdeles
y cabarets. O Gustave Flaubert, a
quien Madame Bovary le provocaba
bastantes quebraderos de cabeza por lo que se autoimpuso una disciplina
estricta que lo ayudara a acabar la novela. Cada noche, cuando su madre, su
sobrina y los otros inquilinos de la casa se habían ido a dormir, él comenzaba
a escribir, encorvado sobre su mesa.
Mover
las neuronas
Se sabe que el deporte es crucial para
mantener el cerebro en buena forma y que ayuda a aprender más y mejor.
Curiosamente, es también una constante en la mayoría de mentes brillantes. A
parte de algunos excéntricos, como Chaikovski,
que creía que tenía que caminar exactamente dos horas al día y que si lo hacía
un minuto menos grandes infortunios caerían sobre él, muchos personajes –sobre
todo compositores– han sentido la necesidad de dar largos paseos; Beethoven, Mahler, Erik Satie, eran
caminadores natos. Por ejemplo Beethoven,
tras almorzar, daba una larga y vigorosa caminata y solía llevar siempre un
lápiz y una hoja de papel pautado en el bolsillo para poder registrar las ideas
que tuviese en cualquier lugar.
El cineasta catalán Cesc Gay acostumbra a ir a jugar a
tenis con el montador de sus películas antes de enfrentarse a su jornada
laboral. Asegura que así, en movimiento, las ideas fluyen mucho mejor. Y el
también catalán Joan Miró mantuvo
toda su vida una rutina diaria inexorable en la que el deporte tenía un peso
importante. Era su forma de intentar evitar volver a caer en una profunda
depresión, como le pasó de adolescente. Por ello, cada día realizaba ejercicios
intensos: boxeo, saltar a la comba y gimnasia sueca. También corría por la
playa en Mont-roig, una aldea costera en la que su familia tenía una casa, y
practicaba yoga.
Cafeína
y un lugar propio.
Otra de las cosas que tienen en común
las mentes brillantes con frecuencia es su pasión por todo tipo de sustancias
adictivas. Sobre todo, café. Truman
Capote, Marcel Proust, Patricia Highsmith no podían vivir sin él. Beethoven contaba uno a uno los granos
que debía contener su taza, 60 exactamente. El filósofo Soren Kierkegaard tenía la manía de verter en una taza repleta de
azúcar café negro, removía y entonces ingería la especie de brebaje con aspecto
de barro resultante. Balzac llegaba
a tomarse ¡hasta 50 tazas de esta bebida al día! , aunque, claro, murió a los
51 años de edad a causa de un ataque al corazón…
Existen numerosos estudios que
aseguran que la cafeína resulta beneficiosa para concentrarnos. Que ayuda a
centrar la atención y que es capaz de darnos un empujoncito para empezar a
trabajar. Aunque a algunos, más que la cafeína, lo que parece ayudarles es el
azúcar. El cineasta David Lynch
durante muchos años acudió a la misma cafetería para tomarse un batido de
chocolate y hasta siete tazas de café con azúcar, o más bien de azúcar con
café. “Me
ponía a mil y ¡se me ocurrían tantas ideas!”, recoge el libro Rituales cotidianos que Lynch explicaba
respecto a aquella costumbre. En aquel entonces escribía guiones en
servilletas, sin parar, allí mismo.
Además de cafeína, la mayoría de
nosotros necesitamos tener un sitio en el que trabajar que sea fijo. ¿Se
imaginan el estrés de cada día al llegar a la oficina sin contar con un lugar
en el que trabajar? Es cierto que hay quienes no lo necesitan. Agatha Christie no lo tenía y escribía
allí donde podía. Simplemente colocaba su máquina de escribir en una mesa, ya
fuera la del comedor, un estudio, su habitación e incluso el baño, y ya. Y Jane Austen, autora de Orgullo y prejuicio, Sentido y sensibilidad
o Mansfield park, solía sentarse en la sala de estar, con su madre al lado
cosiendo. A menudo recibían visitas, por lo que solía usar retales de papel
para escribir sus novelas y así, si la interrumpían, poder esconderlos
rápidamente.
Pero en general, lo cierto es que
todos necesitamos reconocer un cierto entorno laboral. Para Helena Matute, psicóloga experimental y
catedrática de psicología de la Universidad de Deusto, “a
nuestro cerebro le viene muy bien que condicionemos una serie de hábitos de
trabajo, porque una vez adquiridos los seguimos sin plantearnos
otras opciones. Por ejemplo, si nos sentimos cómodos trabajando sentados en una
determinada silla o postura, en una habitación concreta, si eso se repite cada
día, simplemente al entrar en esa habitación ya se van a generar una serie de
conductas y sensaciones que nos van a ayudar a ponernos a trabajar. Incluso la concentración puede venir sola
si estamos en el contexto adecuado”.
Es curioso como, al final, “las grandes
visiones creativas se traducen en una suma de poquedades cotidianas”,
escribe Mason Currey en su libro. Y
los hábitos de trabajo influyen en la obra y al revés. Las rutinas, aquellos
actos normales y corrientes que realizamos a diario, que acometemos en piloto
automático, sin pensar, son también una elección, un mecanismo para
enfrentarnos a la vida.
Escribía Kafka a su amada Felice Bauer en 1912: “El tiempo es corto, mis fuerzas son
limitadas, la oficina es un horror, el apartamento es ruidoso, y cuando no es
posible llevar una vida placentera y sencilla uno debe intentar escabullirse
mediante sutiles maniobras”. Ojalá pudiéramos llevar una vida
sencilla y llena de placeres, como la que ansiaba Kafka.
Sin embargo, la mayoría de mortales
debemos enfrentarnos a diario a un camino cuesta arriba lleno de bloqueos
creativos, de dudas, inseguridades, falta de motivación y de ganas. Tal vez esos
rituales cotidianos de las mentes brillantes nos inspiren y puedan servirnos
para allanar, aunque sea un poco, el camino.
Ruidos,
baños, excéntricos, de pie
Aislarse no siempre es lo mejor.
Existen estudios que apuntan que un cierto grado de ruido ambiente, como un
leve zumbido, es preferible al silencio completo, para la creatividad y la
productividad. ¿No les resulta curioso ver a gente con el ordenador en las
cafeterías? Según una investigación llevada a cabo por las universidades de
British Columbia y Virginia trabajar en un bar o café ayuda a mejorar la
creatividad, puesto que el sonido ambiente resulta inspirador. Existe una web
Coffitivity.com que ofrece ese leve zumbido de cafetería.
A
algunas mentes brillantes el agua les resulta estimulante.
A Beethoven
le gustaba situarse en paños menores en el baño y verter sobre sí grandes
jarras de agua a la vez que cantaba escalas a todo pulmón. Iba de un lado a
otro apuntando ideas mientras se rociaba con agua y más agua, tanta que se
filtraba al vecino de abajo. A Woody
Allen el agua también le ayuda. Primero se quita parte de la ropa, se come
un bollo e intenta enfriarse para que le den aún más ganas de meterse bajo el
chorro hirviendo. Y ahí se queda casi una hora, analizando ideas.
Algunas mentes brillantes son muy pero
que muy peculiares, como Marcel Proust
que no podía escribir si no era en su famosa habitación recubierta de corcho y
sin haber tomado dos tazas de café fuerte con leche –aunque debía ser él quien
mezclara ambos líquidos que la ama de llaves le servía en dos jarras distintas–
y dos croissants de mantequilla de su pastelería favorita.
Sus manías no se detienen ahí.
Escribía exclusivamente en la cama, con el cuerpo casi por completo estirado,
con la cabeza apoyada sobre dos grandes almohadones en un cuaderno que sostenía
en su regazo. Como apenas llegaba, debía apoyarse incómodamente sobre un codo,
de manera que tras un rato de trabajo acababa con la muñeca dolorida y acalambrada.
Y también con los ojos exhaustos, puesto que como única luz tenía una lamparita
de noche con una pantalla verde. ¡No es de extrañar que a las 10 páginas se
sintiese destruido!
Si veía que le costaba concentrarse,
echaba mano de tabletas de cafeína que trataba de contrarrestar cuando se iba a
dormir tomando veronal, un potente sedante barbitúrico.
Ernest
Hemingway
tenía una buena cuota de manías a la hora de escribir. Por ejemplo, lo hacía de
pie, frente a un estante que le llegaba a la altura del pecho. Ahí tenía
colocada la máquina de escribir. Encima colocaba un tablero de lectura. No es
el único con este ritual. Eduardo
Mendoza también lo hace sobre un pupitre de madera, alto, copia de un
escritorio alemán del siglo XVIII. De los que utilizaban los escribientes para
redactar documentos.
HÁBITOS
DE SUEÑO DE LOS ESCRITORES
La hora de levantarse de los
escritores es muy variable y, en algunos casos, sorprendente, como muestra este
cuadro extraído del blog Brainpickings.org.
- 1h - Honoré de Balzac.
- 4h - Haruki Murakami y Sylvia Plath.
- 5h - Toni Morrison y Oliver Sacks.
- 6h - Isaac Asimov, Ernest Hemingway, Edith Wharton, Vladimir Nabokov y Maira Kalman.
- 7h - Charles Dickens.
- 8h - Stephen King, Charles Darwin, Susan Sontag.
- 8.30h - Franz Kafka.
- 9h - Gore Vidal y Virginia Woolf.
- 10h - Simone de Beauvoir.
- 11h - F. Scott Fitzgerald.
- 12h - Charles Bukowski.
M'encanta que només sigui un article al dia... Molt més amable per seguir... Gràcies Joan pel teu projecte. Helena
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