Cada mañana coincido con él cuando ambos vamos a
llevar a nuestros hijos al colegio. Yo a mis tres hijos, de quince, trece y
ocho años. Él a su único hijo, que debe tener hoy en día unos nueve. Aparcamos
en la misma plaza, algo lejos de la entrada del recinto escolar para evitar el
intenso tráfico de padres dejando a sus niños y el consecuente atasco que se
forma. Y ya desde los primeros días, hace más de cinco años, me llama
poderosamente la atención la rutina que cada día sin excepción lleva a cabo:
llega con al menos diez minutos de anticipación; aparca, desplaza los asientos
delanteros del coche hacia atrás, y cómodamente instalados se quedan charlando
padre e hijo, hasta que las campanas de una iglesia cercana marcan las 8.15,
hora de entrada a la escuela.
La imagen contrasta con la del resto de padres, yo incluido, que siempre con prisas “despachamos” a los niños con un fugaz beso o al grito de “que vaya bien el día”.
La imagen contrasta con la del resto de padres, yo incluido, que siempre con prisas “despachamos” a los niños con un fugaz beso o al grito de “que vaya bien el día”.
A
través del cristal del coche se les ve sumergidos en grandes conversaciones,
cara a cara, con sendas espaldas apoyadas en la puerta, absolutamente ajenos al
ajetreo exterior. Se les ve gesticular y reír, en absoluta complicidad.
Pocas
cosas han cambiado en cinco años. Quizás sólo el hecho de que antes, al sonar
las campanas, él salía del coche para acompañar a su hijo hasta la puerta de la
escuela; hoy ya no es necesario porque ya va solo. Pero esos minutos de
complicidad en el interior del vehículo se repiten siempre y parecen ser para
ellos absolutamente irrenunciables.
Hace
unos meses prohibieron el estacionamiento en la plaza. Para la mayoría de
nosotros nada cambió; seguimos con nuestro hábito, parando sin estacionar y
haciendo bajar a toda prisa a los niños. Pensé que él quizás se había visto
forzado a hacer lo mismo y me preguntaba si habrían acabado aquellas charlas. Hasta
que lo descubrí en un rincón algo más lejos, estacionado como siempre,
charlando animadamente con su hijo.
Los
primeros años en que coincidimos yo también acompañaba a mi hijo pequeño hasta
la puerta. Así, a fuerza de encontrarnos cada día, empezamos a saludarnos. Es
una persona cordial, atenta, siempre con una sonrisa en los labios y un
comentario optimista.
Nunca
le he preguntado nada sobre su vida. No se nada de él. Ni si hay alguna
historia o circunstancia que explique esta rutina. Sólo se que aquellos son sus “momentos de oro” con
su hijo, y que nada ni nadie puede alterarlos. Y que después de dejarlo siempre
volvía a su coche con una gran sonrisa.
* * * * *
Ser
capaces de crear un espacio de complicidad entre dos personas es oro puro en la
Balanza Emocional,
esa metafórica balanza que rige nuestras relaciones, y que mide la proporción
entre hechos positivos (oro) y hechos negativos (plomo). Pero crear estos
espacios de complicidad no es fácil, porque la complicidad no es algo que se
pueda pedir, se
ha de crear y cultivar. Ni siquiera en una relación tan cercana y
tan natural como puede ser la relación padre-hijo, podemos dar la complicidad
por supuesta.
La
creación de hábitos
o pequeños ritos de comportamiento son un valioso instrumento de
construcción de esa complicidad. Y precisamente en los tiempos en que vivimos,
en los que la prisa es la norma, y no llegamos a nada, estos hábitos o ritos
son los que hacen que construir la complicidad sea posible. Porque son fáciles
de compatibilizar con el resto de nuestra vida. El padre de esta historia llega
diez minutos antes a la escuela, cosa que ya tiene integrada en su rutina, y
vence la tentación de dejar a su hijo a toda prisa y llegar diez minutos antes
al trabajo, cosa que probablemente no le solucionaría nada. Y este hábito no
interfiere en nada el resto de su día.
Crear
un espacio de complicidad entre dos es de enorme valor en una relación. Es como
excavar un rato en la mina de oro para sacar una nueva pepita que poner en la
Balanza Emocional. Es un espacio que sirve para recordarnos el mutuo aprecio,
y que puede servir también en ocasiones para resolver desacuerdos o pequeños
conflictos. En este sentido, podemos decir que no sirve sólo para añadir oro
sino que puede servir también para descargar plomo.
Para
que estos espacios de complicidad funcionen bien en el contexto de una relación
es
importante que sean exclusivos. Como padres es bueno que pensemos en
un espacio específico y exclusivo para cada hijo. Como amigos en un espacio
particular para cada amigo. Y lo mismo aplica a padres o a la pareja. El oro
procede precisamente de esta exclusividad, de este tiempo compartido en el que
somos el uno para el otro.
Y
es importante también que en estas rutinas o ritos de complicidad no esperemos
nada a cambio. Que nos limitemos a disfrutar la experiencia de estar
juntos, de compartir ese espacio, sintiéndonos los dos en absoluta libertad.
Consecuentemente, no debemos esperar tampoco ningún agradecimiento. Sería – si
hay verdadera complicidad- romper la magia del momento.
Mi hija
mediana compartía un precioso espacio de complicidad con mi madre –su abuela-:
la cocina. Juntas hacían deliciosas galletas, unas galletas que todos disfrutábamos
y que más de una vez se habían quemado en el horno cuando se enfrascaban en
grandes conversaciones. Cuando mi madre murió, mi hija pasó la tarde haciendo
galletas ella sola, dándose así especial cuenta de la pérdida. Hizo una gran
bandeja de galletas que quiso llevarle como homenaje a la mañana siguiente en
su entierro.
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