La comparación es una amante peligrosa. Sutil y
manipuladora, tiene la capacidad de distorsionar la visión que tenemos de
nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Cuando entra en escena,
egocéntrica y extremadamente crítica, nos arrastra a una rueda de constante
insatisfacción. Nos desgasta y nos vacía, privándonos de tranquilidad y
bienestar. Es entonces cuando nada de lo que somos, hacemos o tenemos parece
ser suficiente. A golpe de lengua viperina envenena nuestras relaciones y
multiplica nuestro malestar. Nos distancia de los demás y teje una burbuja a
nuestro alrededor que únicamente refleja nuestra inseguridad. Para muchos es
una adicción, tan irresistible y destructiva como cualquier droga. Y si lo
permitimos, puede llegar a consumirnos.
En cualquier situación y ante cualquier persona,
incluso tras sólo cruzar un par de frases, se amontonan en nuestra mente
oleadas de pensamientos del tipo “Es más alto,
más bajo, más guapo, menos divertido, más delgado, más inteligente…que yo”.
No en vano, toda comparación necesita de un punto de referencia, y por lo
general, nos utilizamos a nosotros mismos como medida. Lo único que logramos al
actuar bajo esta premisa es distorsionar nuestra propia imagen hasta destrozar
nuestra autoestima. Especialmente porque solemos compararnos más a
menudo con aquellas características del otro que juzgamos ‘mejores’, y a restarle
importancia a aquellas que no lo son tanto. Además, cuando nos comparamos somos
más propensos a ponernos a la defensiva, a sentirnos más susceptibles y por lo
tanto es más fácil que reaccionemos negativamente. Es uno de los tóxicos efectos secundarios
de la droga de la comparación.
Si aspiramos a construir relaciones sanas con
nuestro entorno y con nosotros mismos, tenemos que empezar a comprender cómo funciona
y aprender a regularla. Es el primer paso para minimizar sus efectos,
brindándonos la oportunidad de hacer las paces con nuestras carencias y áreas
de mejora, nuestras necesidades e inseguridades. Quizás no seamos perfectos, pero no
logramos nada castigándonos a través de la constante comparación. A
menudo, somos nuestro juez más severo y el verdugo menos compasivo. ¿Y qué
conseguimos tratándonos así? Tal vez sea el momento de cuestionarnos a dónde
nos conduce el camino de la comparación, y preguntarnos en qué persona nos
convierte en el proceso.
LAS GAFAS DE
LA DISTORSIÓN
“Los complejos vienen como pasajeros, nos visitan
como huéspedes y se quedan como amos”, Confucio
A pesar de sus múltiples consecuencias, la
comparación cumple con una función tan básica como necesaria para nuestra
supervivencia. Nos
sirve como una especie de brújula, guía o coordenadas, pues nos ubica en
cualquier situación en base a una evaluación de nuestro entorno. Nos
da un marco de referencia para interactuar con otros seres humanos. Sin duda,
resulta útil. Pero para muchos es también una tentación irresistible que, en
exceso, se convierte en un fruto envenenado.
La comparación
cuenta con abundantes efectos secundarios. Dos de los que causan más
estragos posiblemente sean el ‘complejo de inferioridad’ y el ‘complejo de
superioridad’. Según la psicología, el complejo de inferioridad es
un sentimiento que provoca que una persona se sienta de menor valor que las
personas de su entorno. Por lo general, surge como consecuencia de una visión
distorsionada del propio ser. Esta circunstancia se da cuando la
persona se siente insuficiente cuando se compara con la imagen de lo que cree
que tendría que ser. A causa de la constante frustración que le genera el creer
que no está a la altura, gana en ansiedad y suma en dificultades de relación.
En este punto entra en escena la sugestión,
un arma muy eficaz. Por poner un sencillo ejemplo: si creemos que somos
patosos, tenderemos más a tropezar y a caernos. Nuestra mente es un instrumento
poderoso que construye nuestra realidad. Cuando tenemos complejo de
inferioridad nuestras inseguridades se multiplican, y en ocasiones nos vemos
incapaces de lograr nuestros objetivos, ya sean profesionales, académicos, o
personales. Y cuando no logramos alcanzar los estándares que consideramos
aceptables, a menudo terminamos por tirar la toalla. Perdemos interés, dirección, ganas y
propósito. Esta realidad puede desembocar en una permanente
situación de desánimo y ansiedad que nos dificulta interactuar con cualquier
persona. De ahí que tendamos a evitar cualquier tipo de responsabilidad.
Por otra parte, el acuñado como ‘complejo de
superioridad’ por Alfred
Adler es un mecanismo que desarrollan algunas personas para compensar sus
propias carencias, inseguridades y sentimientos de inferioridad. Optan por
magnificar sus propias cualidades, desestimando los logros ajenos. Y también
por minimizar sus propios defectos, mirando hacia otro lado cuando hacen acto
de presencia. Tienen una visión tan distorsionada de sí mismos que pierden
contacto con la realidad, lo que empobrece sus relaciones y les convierte en
personas de difícil trato. Destacan por su arrogancia y prepotencia. Suelen
disfrutar de ser el centro de atención, y tienden a mirar por encima del
hombro. Temen fracasar, y se construyen su burbuja ficticia para protegerse del
mundo real.
Ambos hijos del exceso de comparación, nos llevan a
vivir una vida de marionetas, sin control sobre nuestras reacciones, conductas
y actitudes. Dos ejemplos de cómo el reflejo de los demás en nuestra
retina puede truncarnos la existencia. Pero, ¿cómo podemos dejar de padecer
bajo su maligna influencia? Y ¿de qué manera podemos recuperar las riendas de
nuestra propia vida? Damos por hechas muchas cosas sobre nosotros mismos. Lo
que nos gusta, lo que no soportamos, aquello que admiramos, las metas que
perseguimos. Pero casi nunca nos damos la oportunidad de cuestionarnos si
todas esas certezas absolutas que tenemos sobre quiénes somos son auténticas.
DISTANCIA Y
PERSPECTIVA
“He sido un hombre afortunado; en la vida nada me
ha sido fácil”, Sigmund Freud
Todos partimos de un conjunto arraigado de creencias,
consideraciones y certezas que conforman nuestra manera de ver, recibir e
interpretar todo lo que sucede a nuestro alrededor. Esta base nos
viene dada en función de las normas y aspiraciones de la sociedad de la que
formamos parte, de los valores –y expectativas- familiares que hemos recibido,
y de nuestra propia experiencia, acumulada con los años. Este marco de
referencia nos indica quién deberíamos ser, y nos moldea para acercarnos lo
máximo posible a ese ‘ideal’. El buen hijo, el trabajador incansable, el padre
respetado. Cada uno tiene el suyo propio. Pero la realidad última es que todos
llevamos grabada a fuego la idea de quién tenemos que ser. Y en función de lo
cercanos o lejanos que creamos estar de ella, nos consideramos más o menos
valiosos como seres humanos.
Sin embargo, cada uno ocupa un lugar distinto en
este mundo porque todos somos diferentes. Lamentablemente, hemos dejado de valorar la singularidad en
pro de lo convencional, lo ‘normal’ y lo ‘previsible’. Apreciamos
aquello que nos hace parecidos, no aquello que nos diferencia de los demás.
Además, tenemos cierta tendencia a idealizar. Hasta el punto que muchas personas
optan por la ficción para establecer ese ‘índice de valor’, lo que
prácticamente lo convierte en imposible de alcanzar. No hay más que mirar a
nuestro alrededor. La mayoría de anuncios muestran a personas tan retocadas que
no existen. Aspiramos literalmente a un modelo de perfección falso, creado a
golpe de click. Es una realidad contra la que estamos condenados a chocar, lo
que conlleva toneladas de tensión y grandes dosis de estrés.
De ahí la importancia de recordarnos de vez en
cuando que nunca
ha habido, hubo ni habrá nadie que viva, experimente y sienta exactamente como
nosotros. Somos absolutamente singulares. Cada uno de nosotros está
compuesto por una serie de elementos comunes, pero la combinación es única en
cada ocasión. Es imposible realizar una comparación objetiva, porque no hay dos
seres humanos iguales. El sesgo está en nuestra mente. La adicción a la
comparación nos hace perder perspectiva, atrapándonos en una
ficción en la que siempre salimos perdiendo. Todos tenemos cualidades y
carencias, pero curiosamente estas últimas parecen pesar el doble en nuestra
balanza.
Lo cierto es que adaptarnos a nuestra propia
exigencia puede resultar muy difícil. Resulta más útil y constructivo empezar
por redefinir lo que auténticamente tiene valor para nosotros. Y para lograrlo
tenemos que apostar por conocernos mejor, descubrir quiénes somos, cuáles son
nuestras singularidades y capacidad de aportar valor añadido. Dejar
de mirarnos en el espejo de los demás y empezar romper la burbuja de la
comparación, que nos aleja del mundo pero sobretodo de nosotros mismos, de
nuestro potencial y nuestra verdadera esencia.
En clave de
coaching
- ¿Qué ganamos cuando nos comparamos con los demás?
- ¿Cómo cambiaría nuestra vida si nos midiéramos en base a nuestro criterio en vez del de las personas de nuestro entorno?
- ¿De qué manera mejorarían nuestras relaciones si cultivásemos nuestra autoestima?
Libro
recomendado
‘El prozac de Séneca’, de Clay Newman (Debolsillo)
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