Los humanos estamos preparados para afrontar los traumas más duros, pero a veces nos derrumbamos acosados por una serie de dramas cotidianos de baja intensidad que, cuando se acumulan, nos hacen estallar
Charles Bukowski escribió: “No son las cosas importantes las que envían a un
hombre al manicomio... sino
las series ininterrumpidas de pequeñas tragedias que suceden constantemente...
tampoco la muerte de la persona amada, sino el cordón del zapato que se rompe
cuando hay prisa”. La experiencia
terapéutica enseña que a pesar de lo que nos venden los melodramáticos guiones
de cine y televisión, los momentos
de bajón no suelen ser producto de trágicos acontecimientos
puntuales. Los seres humanos estamos bien preparados para superar los traumas
esporádicos. Para lo que no estamos tan bien equipados es para superar las frustraciones cotidianas que
llevan años produciéndose.
Eso lo ha recordado el biólogo Robert
Sapolsky, autor de ¿Por
qué las cebras no tienen úlcera? (Alianza): “Al ser más inteligentes, los primates resuelven
en menos tiempos sus necesidades básicas y tienen más tiempo libre. En vez de
estar continuamente pendientes de factores que son vitales, como la
alimentación o huir del enemigo, están sometidos en mucha mayor medida a
factores estresantes derivados de sus relaciones sociales. El problema es que
estas respuestas se tienen que dar ante temores más indefinidos y complejos y,
además, se preparan con más antelación. Esos tres factores hacen que pasemos
del estrés puntual al estrés global. Y para este último, nuestro organismo está
menos preparado”. Este científico
argumenta que los acontecimientos activadores de la alerta que
sólo ocurren una vez cada mucho tiempo son digeribles. Una cebra, por ejemplo, puede ser perseguida por un león hambriento: si es
devorada deja de estar estresada; si no, puede volver a estar tranquila durante
muchos días. Y en los dos casos, su estómago dejará de sufrir…
Pero los humanos –al igual que unas pocas especies,
como los babuinos– tenemos problemas continuos que elevan nuestro estrés todo el tiempo. Y por eso tenemos úlceras de estómago. Nuestras necesidades psicológicas
actuales tienen que ver con la capacidad de tolerar el estrés continuo e
indefinido. Y las enfermedades de
la mente moderna se relacionan con los momentos en que no podemos con esa
presión. No sólo ocurre con el estrés: la depresión, la ansiedad, los trastornos de alimentación o los problemas de pareja –por poner
algunos ejemplos– provienen de la sucesión de eventos activadores.
Sin embargo, cuando se habla de soluciones para los
problemas de salud mental, la mayoría de las personas intentan encontrar el gran remedio. A pesar de que sabemos que los
problemas son multifactoriales, buscamos desesperadamente una herramienta
definitiva influidos por el modelo médico (la curación a través de un solo
medicamento). Es una táctica condenada al fracaso: todos los terapeutas sabemos
por experiencia que funcionan mejor diez pequeñas cosas que una gran solución.
¿Y si antes de buscar ese remedio milagroso echamos
un vistazo a nuestros actos, nuestros pensamientos y nuestros sentimientos
cotidianos para cambiar nuestro estado de ánimo? Aquí recopilamos algunas ideas
de higiene mental que pueden resultar útiles.
Dosifique fuerzas
Quizás respetar la ley del mínimo esfuerzo no sea
necesario en nuestra vida habitual. Pero en los momentos de crisis nuestro
mundo mental funciona bajo mínimos: contamos con muy poca energía vital y no
conviene desperdiciarla. Por eso es importante contar con algún heurístico
mental sencillo que nos permita decidir con velocidad si usamos o no nuestras
escasas fuerzas. Uno de los que más se ha usado (desde Agustín de Hipona hasta
Bertrand Russell han hecho versiones) es el siguiente: “Para recuperarme voy a usar la energía necesaria
para cambiar aquello que puedo modificar; voy a tener la paciencia suficiente
para sobrellevar lo que no puedo alterar y voy a tener la inteligencia que hace
falta para distinguir lo uno de lo otro”.
Manifiestese
Intente hablar utilizando más a menudo los mensajes yo, es decir, enunciados en los que expresa sus
opiniones, necesidades y sentimientos de forma subjetiva. “Pienso que…”, “Me apetece…”, “Me gusta que…”, “Quiero…” son ejemplos de este tipo de cláusulas. Cuando
hablamos así, los demás entienden lo que queremos, algo esencial cuando nos
sentimos mal y cambiamos las expectativas de relación con los que nos rodean.
Intente explicarles qué espera de ellos en estos malos momentos: ¿Le gusta que
le pregunten cómo se siente o que le traten con más normalidad? ¿Quiere que le saquen de casa o, más bien, que
respeten su necesidad de introversión?) Cuando haya comunicado sus
expectativas, negocie: los demás tienen derecho a satisfacerlas o no y lo
harán según lo que ofrezca a cambio.
Conózcase a sí mismo
Construya un termómetro personal para medir su grado de decaimiento. Cuando
estamos en momentos de bajón, tenemos la sensación de que siempre estamos igual
de mal. Pero no es cierto: hay altibajos en todas las áreas de la vida.
Perdemos el apetito y lo volvemos a recuperar, cambiamos depresión por ansiedad
o viceversa, dejamos de llorar… Por eso es importante tener
un termómetro personal y analizar, de vez en cuando, cuáles son las áreas
concretas de nuestra vida que están en mal momento. No generalice: elaborar una conclusión general a
partir de uno o varios hechos aislados y aplicar esa conclusión a toda su vida
es irracional.
Hedonícese
Solemos relacionar los momentos negativos con bajo
rendimiento laboral o problemas de relaciones con los demás. Pero realmente en
las épocas problemáticas dejamos de hacer todo, incluso aquello que parece que
nos resulta fácil y placentero. Y esto acaba por convertirse en una reacción en
cadena: como estamos mal, dejamos de realizar actividades que nos hacen sentirnos
bien… y eso nos lleva a sentirnos peor. Para salir de este ciclo, es esencial autoobligarse a volver a aquello que
nos hacía disfrutar. No espere a tener ganas: parte de la sintomatología es la
desmotivación incluso para aquello que nos era grato. Quede con alguien,
apúntese a la actividad y pague… haga algo que tire de usted y le lleve. Una
vez allí disfrutará de la actividad: en los momentos
malos se pierde la motivación de inicio, no la de mantenimiento. Y recuerde que la definición de hedonismo es
disfrutar con algo que no sirve para nada.
Cambie el lenguaje
La forma en que nos expresamos cambia, en gran parte, nuestra forma de
relacionarnos y pensar. Por eso intentar hacer evolucionar nuestro lenguaje hacia expresiones más
adaptativas es una buena forma de empezar a variar el rumbo vital. Por ejemplo,
acostumbrarse a decir “deseo…” en vez de “necesito…” ayuda a transmitir la sensación de que podemos prescindir de aquello que
queremos. Usar “elijo…” en lugar de “tengo que…” nos recuerda que controlamos la toma de decisiones. Responder “no quiero” en las ocasiones en que antes decíamos “no puedo” nos recuerda que
nuestro potencial sigue intacto. También funciona evitar la horribilización, el lenguaje melodramático que explota la idea de
que es catastrófico que las cosas no salgan siempre bien.
Opóngase a su estado de ánimo
El cerebro sirve para buscar sentido a los
acontecimientos. Por eso, en las horas bajas, busca activamente
estímulos que confirmen que el estado anímico es correcto. Cuando estamos tristes, por ejemplo, oímos
obsesivamente música nostálgica, convertimos nuestro hogar en una cueva, vemos
películas deprimentes,… Luchar contra esta tendencia a la autoconfirmación
es útil si queremos que nuestro estado de ánimo cambie. Un remedio sencillo es elegir estímulos que nos
revitalicen: música activadora y alegre, colores claros a la hora de vestir,
más luz en nuestro hogar, series y películas de humor, etcétera. Al principio
su cerebro boicoteará esas
elecciones porque resultan paradójicas, pero poco a poco irán haciendo efecto
en su estado de ánimo.
Viva el estado anímico como eventual
No asuma como crónico aquello que está viviendo: todos sus síntomas son
transitorios. La tristeza, la
angustia y la desmotivación parece que nunca se irán... pero en realidad
siempre se van y luego tenemos la impresión de que nunca las tuvimos. Una
técnica para luchar contra la sensación de que estos sentimientos se van a
convertir en algo permanente es preguntarse a uno mismo: ¿qué es distinto en los momentos en que tengo la impresión de que puedo
salir de esto? Repasar los últimos
días para responder a la pregunta de la excepción le ayudará a darse cuenta de
que hay instantes puntuales buenos en medio de sus problemas y de que usted continua teniendo potencial para alcanzar esos momentos aunque en
esta época de su vida no sean habituales. Otra técnica útil es cambiar las pautas explicativas permanentes (“Soy un fracasado”, “No me sale nada”, “Siempre estoy deprimido”…) por frases ajustadas a la realidad (“Ese día estaba de bajón y no me salió bien”, “En este momento no acierto
con ese tipo de cosas”, “Hay momentos en que estoy triste”).
Reduzca sus metas
Sentirse mal está relacionado, casi siempre, con la
no consecución de objetivos. Un buen trabajo de higiene mental es reevaluar nuestras expectativas vitales. Escribirlas es una buena forma de empezar a trabajar en ellas. Una vez
explicitadas, podemos empezar por aparcar (al menos temporalmente) aquellas que no son realistas. Después, suele resultar útil eliminar las que vienen impuestas por los demás, aquellas que sirven únicamente para satisfacer
las egoístas expectativas ajenas. Después de esta tarea de limpieza, quedarán
una serie de objetivos a corto y medio plazo. Sitúese en los primeros para
evitar la disgregación. Jerarquice las tareas a partir de ellos, decida qué es importante y qué es secundario y actúe en consecuencia.
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