¿Dónde está la sociedad del ocio? Al
contrario de lo que vaticinaron algunos expertos, el siglo XXI se ha convertido
en el del agobio. La falta de tiempo define nuestro mundo, también es un modo
de sobresalir sobre los otros.
"Voy
de bólido". "Estoy agobiadísimo". "De trabajo, hasta las
cejas". "Voy de culo". "Escopetado". "Estoy
liadísimo". "No paro"… Este abanico de expresiones es cada
vez más habitual para explicar el estado vital de la sociedad del siglo XXI.
Padres, madres, trabajadores y trabajadoras cuyas agitadas vidas tienen una
característica en común: la falta de tiempo.
Es lo que le sucedía a Brigid Schulte, una exitosa periodista de The Washington Post,
casada y madre de dos hijos, quien llevaba años inmersa en una frenética
carrera contra el paso de las horas. Schulte quería llegar a todo, tanto a
nivel profesional y familiar. Un esfuerzo (seguro que conocido para muchos),
que la dejaba exhausta: “Sentía que no tenía tiempo, que no hacía bien lo que
tenía que hacer y que no atendía a mi familia debidamente... Me sentía
culpable”, explicó en una entrevista en la NPR, la radio pública de
Estados Unidos, donde detalló como, en su afán de “no destrozar la infancia de mis hijos”,
se encontró un día en la cocina, a las dos de la madrugada, preparando cupcakes
para la fiesta del colegio de sus retoños. Aquello fue un aviso. Como también
la breve anotación en su diario (escrita asimismo a las dos de la madrugada)
que rezaba: “Pánico.
Me despierto llena de pánico”.
Llegó a un punto en el que Schulte se dio cuenta
de que aquella vida era, básicamente, imposible. Sin embargo, en vez de tomarse
un descanso, escribió un libro, publicado hace unos meses en Estados Unidos,
donde trata de entender por qué las sociedades más desarrolladas,
caracterizadas por la abundancia de bienes, carecen de uno de los más básicos: tiempo de
asueto, algo que ella misma estaba sufriendo en su día a día. El
libro se titula Overwhelmed: work, love
and play when no one has the time (Abrumados: trabajo, amor y ocio cuando nadie
tiene tiempo), y fue objeto de una extensa reseña en The New Yorker, por
parte de la también reconocida periodista Elizabeth
Kolbert. A partir de la experiencia personal de su autora, explica que el “ir de bólido”
no se da solamente en las grandes ciudades, sino también en localidades
supuestamente más tranquilas (como en Fargo, Dakota del Norte, donde Schulte
descubrió que hay madres tan estresadas como ella); que las presiones del tiempo
se estudian en congresos internacionales y en universidades como Oxford y que
las madres trabajadoras son las que más las sufren. “Todavía no tenemos modelos a seguir de lo
que es una pareja donde el reparto de tareas es equitativo”, se
explayó en la NPR. “Por eso las mujeres cargan con el trabajo en la casa y
en el cuidado de los niños, mientras que la esfera de los hombres sigue siendo
primordialmente su trabajo fuera del hogar”.
Esto último no es necesariamente una novedad: el
reparto del trabajo entre hombres y mujeres en el hogar sigue siendo una cuenta
pendiente (y uno de los principales motivos de divorcio). Sin embargo, sí que
hay un punto que reseña Schulte en su libro que resulta novedoso: el no tener
tiempo, el estar ocupadísimo, se está convirtiendo en un símbolo de estatus.
En una nueva manera de competir socialmente. Es quién recibe más watsaps, se
pasa más horas en la oficina o viaja más por motivos de trabajo; hace las
vacaciones más frenéticas o recorre más kilómetros llevando a los niños a
extraescolares. Responder a un ¿cómo estás? con un “liadísimo/a” se ha convertido
en una respuesta estándar destinada más a despertar una punzada de envidia que
conmiseración. Algo similar sucede con frases tipo: “No tenemos un fin de semana libre hasta
enero”, que hoy tienen más connotaciones positivas que negativas.
Un error, porque el estar constantemente liado “sienta mal, muy mal”, asegura Nathalie Lizeretti, psicóloga. “De entrada
–enumera– porque genera un estado constante de insatisfacción, además de
estrés, ansiedad, sentimientos de soledad, de incomprensión y de aislamiento.
De tener muchas cosas entre manos y no cerrar nada. De estar pero no estar. De hacer pero no hacer”.
Un hacer sin hacer cada vez más característico de
la trepidante sociedad actual. Otra singularidad que destaca el libro de
Schulte es la cantidad
de tiempo que la gente pierde pensando en lo que tiene que hacer. Un
mecanismo mental que también genera mucho estrés. “Tenemos tendencia a atender lo urgente y
lo reciente, y olvidamos priorizar, decidir, valorar qué debemos o queremos
atender: es decir, olvidamos o incluso perdemos
la capacidad de valorar qué es lo realmente importante”,
describe Natalie Lizeretti. Todo ello, resume, “genera de nuevo esa desagradable sensación
de insatisfacción: no he cerrado nada de lo que quería cerrar y tengo la
sensación de pérdida de control. Voy
apagando fuegos sin pararme a pensar si el fuego existe realmente”.
La sociedad del agobio del siglo XXI tiene poco
que ver con la sociedad del ocio que, hace casi cien años, predijo John Maynard Keynes. En 1931 este
influyente economista británico escribió Posibilidades
económicas para nuestros nietos, un breve ensayo donde expresaba su
optimismo por el futuro pese al difícil contexto económico de aquel momento
histórico. Keynes imaginó que, hacia el 2028, el nivel medio de vida en Estados
Unidos y Europa habría aumentado tanto que la gente, con las necesidades
básicas satisfechas, no necesitaría trabajar más de quince horas semanales. El
resto de su tiempo lo dedicarían al ocio y la cultura. En consecuencia, el reto
de la sociedad, con tanto tiempo libre, sería cómo emplearlo.
Keynes acertó en la primera parte de sus predicciones:
ni siquiera cien años después de su ensayo el nivel de vida en los países
industrializados ha aumentado ostensiblemente. Pero erró en su otra parte de su
hipótesis: la
gente hoy se siente más agobiada que nunca y el ocio, para muchos, es algo prácticamente
inexistente.
¿Qué ha ido mal? En Revisiting Keynes, una recopilación de ensayos editada por Lorenzo Pechi y Gustavo Piga, se dan algunas respuestas. Como que el economista “subestimó el placer que el trabajo proporciona a muchas
personas”, para las cuales es una forma de realización vital. No
todo el mundo, en definitiva, ansía dejar de trabajar. Tampoco tuvo en cuenta
un factor importante de la naturaleza humana: la tendencia a tener más y más bienes.
Del último gadget electrónico a los últimos modelos de bolsos y coches... Una
insaciabilidad que también se traslada a otros campos, como el afán por vivir
nuevas experiencias, cuanto más excitantes, mejor. En definitiva: al tener más y más
por hacer y por comprar, cada vez es más raro el dedicarse a cosas
inmateriales, como sentarse un ratito a disfrutar del atardecer.
Asimismo, señalan los expertos, Kenyes no tuvo en
cuenta una cuestión tan clave como es el reparto inequitativo de esos bienes
que iban a ser la base del excedente de tiempo en la sociedad futura. Sin duda,
se quedaría espantado si levantara la cabeza y viera como, en este siglo,
aumentan la acumulación de riqueza y la brecha entre pobres y ricos (sólo en
España son 30 las familias que se reparten gran parte del capital nacional, según
la revista Forbes). Incluso en los países más prósperos no todo el mundo tiene
las necesidades básicas cubiertas que Keynes predijo.
Sin embargo, algunos investigadores revelan que son
precisamente los más ricos los que menos tiempo tienen. En The New Yorker,
Elizabeth Kolbert cita el trabajo
del estadounidense Daniel Hamermesh,
profesor de economía especializado en el uso del tiempo. En su estudio Not enough time? (¿Sin tiempo suficiente?) Hamermesh asegura que ir agobiado es la maldición de la
gente, detalla: “De
mediana edad y con un nivel educativo más alto en los países ricos”.
Aunque el docente no se compadece de ellos porque, “este agobio, como las largas jornadas
laborales, es algo que este tipo de gente o, como mínimo, la sociedad en la que
viven, ha sido escogido por ellos mismos”. Sin olvidar, recalca, que
aquellos quienes expresaron sentirse más presionados por la falta de tiempo son
los que se sienten menos presionados por problemas financieros.
Hamermesh cree que esta coyuntura ha sido desatada,
por un lado, por el aumento de las diferencias salariales que ha caracterizado
la evolución de la economía en los últimos 35 años. Pero, también, por los
incentivos, cada vez mayores, que se dan a los más preparados para trabajar más
horas. En cierto modo, es como si el sector más privilegiado de la sociedad
hubiera vendido su alma al diablo: trabajo y dinero, mucho dinero, a cambio de muchas horas.
Un pacto que conviene a las empresas (donde los empleados más apreciados siguen
siendo los que pasan más horas en la oficina y están más disponibles), y que ha
generado un aumento de workaholismo: la adicción de los mejor pagados a
trabajar muchas horas. “Se podría argumentar que trabajar para cobrar e,
incluso, la adicción a las jornadas laborales largas son opciones libres de
cada uno”, escribe Hamermesh. Sin embargo, este experto señala que
las conductas de estos profesionales y ejecutivos altamente remunerados,
adictos al trabajo, “provocan efectos secundarios en la gestión del tiempo de
sus subordinados y en el de sus familiares”.
Las nuevas tecnologías, que permiten estar
conectados constantemente, están jugando asimismo un papel importante en este
déficit de horas que padece la sociedad occidental. Porque aunque teóricamente
permiten ahorrar tiempo y desplazamientos, también roban tiempo personal y de
ocio. “Salimos
a cenar con los amigos y estamos (nosotros y el resto de la mesa, y los de la
mesa de al lado) más pendientes de los whatsapps que recibimos de gente que no
está allí que de los amigos con los que estamos cenando”, ilustra la
psicóloga Nathalie Lizeretti. “En
consecuencia, sí hemos salido a cenar, pero ¿hemos disfrutado realmente de la
compañía, de la cena, del entorno? No, imposible. Por esto tenemos una
constante sensación de insatisfacción, porque no vivimos de forma plena y auténtica las diferentes experiencias
vitales”.
Y de este modo, la vida se escurre alrededor de
muchos, indiferente a nuestras prisas. Porque, aunque cada vez hayan más y más
cosas que hacer, comprar y experimentar, las veinticuatro horas del día siguen
inamovibles. Una realidad que provoca un desequilibrio vital y del que, según Nathalie Lizeretti, son responsables
tanto factores externos como internos. “Influyen tanto el trabajo y las cada vez más abundantes
obligaciones que nos creamos y que nos crean, como el concepto tan
distorsionado de nosotros mismos que estamos construyendo”. Porque
entre tantas prisas, dice esta especialista, “a menudo no nos planteamos cuestiones tan
básicas como quién queremos ser y, por
tanto, no nos planteamos si las cosas que hacemos son lo que realmente queremos
o no”. Simplemente nos dejamos llevar por la inercia, cada vez
más vertiginosa, que nos impide sentarnos a pensar o, simplemente, a descansar.
EL BUEN OCIO
Cuando Keynes escribió Posibilidades económicas para nuestros nietos, uno de los aspectos
que más le preocupaba era si el hombre del siglo XXI sería capaz de emplear
todo aquel tiempo libre del que, creyó, iba a disponer. El ejemplo que veía en
los despreocupados ricos de su época no era muy edificante; en particular,
señaló, el de las esposas de los ricos, cuyas vidas vacías y frívolas le
parecían un malgasto. Dado lo que veía, al economista le preocupaba la posible
depresión nerviosa de una sociedad rodeada de abundancia pero incapaz de
disfrutar del arte de la vida. El ocio, en definitiva, también requería una preparación.
Pero, ¿qué es exactamente el ocio? ¿En qué
consiste? En ¿Cuánto es suficiente?
(ed. Crítica), el economista y biógrafo de Keynes, Robert Skidelsky, y su hijo Edward, filósofo, lo definen como uno de los
pilares de una buena vida. Para ellos, el ocio es el hacer algo sin
presiones, porque sí, porque nos gusta: puede ser tanto leer, mirar el mar,
jugar a fútbol, coleccionar sellos o tocar la guitarra. “Lo
importante no es el nivel intelectual de la actividad, sino su carácter de
determinación sin propósito”. Pero para hacer algo “porque sí”,
recuerdan, hay que tener sin duda tiempo.
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