Las personas que como yo se han hecho a sí mismas
saben que la vida depende de nosotros y lo que queramos conseguir de ella. No
dejamos que los demás o el destino marque nuestros pasos o nos lleve a donde
soñamos llegar. Seguramente hemos tenido éxito en ciertos aspectos de nuestra
vida y en otros, no tanto. Y nos sentimos orgullosos de haber llegado hasta
aquí y ahora, probablemente porque hayamos alcanzado aparentemente este difícil
equilibrio entre el querer y el poder lograr algo por nosotros mismos. Eso muy
probablemente nos ha hecho personas autosuficientes e incluso envidiadas y
codiciadas por los demás.
Pero, si somos honestos con nosotros mismos, reconoceremos que
esa sensación de estabilidad y seguridad es pura apariencia. Basta
que la vida nos traiga algún imprevisto para que se desmorone nuestra sensación
de tranquilidad. Y digo tranquilidad, aunque la verdad es que no paramos
quietos, somos emprendedores crónicos y no descansamos jamás. Pero un día
incluso crees que el mundo no giraría si tu dejaras de pedalear en él. Y, por
eso, de vez en cuando, nos cansamos de tanta responsabilidad y soñamos que algo
o álguien nos lleve de la mano y nos permita descansar, al menos un rato. Y
eso, no sucede nunca, aunque nos obstinemos en lograrlo. Nuestra vida y
nuestras relaciones dependen -o eso creemos, al menos- de nosotros.
Con toda seguridad esa manera de vivir encubre
miedo. Me explicaré. Miedo a la vida y a que ésta nos traiga algún imprevisto y
que no sepamos reaccionar. Es, ni más ni menos, que una huída permanente hacia
adelante. En el extremo, no es más que la ansiedad e hiperactividad que muchos
padecen en nuestro tiempo. Miedo a frenar y a dejar que las cosas sucedan por sí
mismas. Miedo a la vida, no hay más. Seguramente nuestro ego estará
encantado de hacer ver que controla la situación, cualquier situación. Aunque
tú y yo sabemos que eso no es verdad! Cualquier leve imprevisto fuera de guión
nos desmorona la vida planificada y aparentemente segura que llevamos.
Pero la vida desea que aprendamos a fluir. Que confiemos
en ella y le dejemos hacer. Ella nos trae -queramos o no- lo que
considera que debemos vivir y seguramente nuestra libertad no sea más que
elegir aceptarlo o no. El qué. Porque el cuándo y el cómo nos lo trae ella, sin
preguntarnos. Podemos negarlo a aceptarlo en un momento dado, pero esa
experiencia volverá tantas veces como sea necesario, hasta que la hayamos
vivido y hayamos aprendido la lección que trae consigo cualquier experiencia
vital. Y para eso nos pide que confiemos en la vida y nos dejemos llevar. Pero
hay que ser valientes para ello, sobre todo tener el valor de abandonar nuestro
absurdo patrón humano de intentar controlar nuestra vida o, en el peor de los
casos, evitar todo aquello que nos produce dolor o simplemente incomodidad,
porque no estaba en nuestro guión…
Eso es fluír. Dejar que pasen las cosas mientras estamos bien atentos a
nuestra vida y vivirlas, tal como vienen. Y cuando lo haces, las
cosas empiezan a suceder, una tras otra, en un minucioso plan que parece
trazado de antemano. Y así, aparecen señales, momentos y personas, que van
marcando los acontecimientos importantes de nuestra vida, más allá de los
meramente urgentes que nos distraen cada día, en nuestro mundo un tanto caótico.
Y, si los observas bien, ves que no son simples casualidades, sino causalidades,
porque cada cosa tiene su propio sentido y causa algún cambio o mejora en
nuestra vida. Y llegas a la conclusión de que, ni queriéndolo organizar así, el
ser humano sería incapaz de organizar la vida como lo hace ella misma, aunque
esto requiera de nosotros confianza, paciencia y humildad…
Evidentemente es importante saber enfocar nuestra
vida hacia el lugar al que queramos llegar. Y poner todo nuestro esfuerzo por
llegar. Pero luego, hay que dejar que la vida haga el resto y determine la
manera y cuándo llegaremos hasta donde queramos o, mejor, hasta donde decida
ella. A veces no elije un camino recto…o mejor dicho, nosotros mismos y nuestra
decisiones cortoplacistas y limitadas de nuestra mente hacen que el camino sea
siempre tortuoso, lleno de curvas y altibajos. Es esa manía que tenemos de
controlarlo todo e incluso resistirnos a una realidad más que evidente, en
muchos casos. A
más resistencia a aceptar nuestra realidad, más sufrimiento sentiremos en el
camino. Y, lamentablemente, el ser humano es capaz de aguantar
demasiado sufrimiento en su vida…
El
sufrimiento -como el amor- es una opción en la vida, por tanto susceptible de
cambiarse, gracias a la libertad. Resistir el sufrimiento no es una
heroicidad, como muchos creen. El sufrimiento sin sentido es difícil de
soportar, aunque lo interioricemos y le invitemos a formar parte inherente de
nuestra existencia diaria. Pero, ¿la vida no era para ser feliz? ¿No soñamos todos
con la felicidad, aunque pocos la hayamos disfrutado siempre en nuestra vida
hasta llegar hasta aquí? Si aceptas la realidad, una de las primeras cosas que
aprendes es a aceptar que la vida tiene momentos de felicidad y de infelicidad,
ambos son efímeros y llegan a partes iguales. Seguramente calificaremos de
feliz la vida cuando aprendamos a dilatar los momentos felices y a contraer los
infelices. Al fin y al cabo, aunque no podamos elegir unos u otros, ni cuando
llegan, sí podemos modificar su efecto en nuestra vida. Si uno decide libremente ser feliz y amar,
vivirá con más intensidad los momentos de felicidad y de amor, que los de
infelicidad y desamor…
Yo hace ya tiempo que opté por ser feliz, o sea
que solo tuve que aprender a dejar de ser infeliz. Eso fue relativamente
fácil, aunque cuesta deshacerse de un hábito… pero a nadie le amarga un dulce y
sin duda la felicidad es mejor. Supongo que lo segundo que tuve que aprender es
que el mundo
giraba, aunque yo dejara de correr en busca de la serenidad, el amor o la
felicidad. Si corres demasiado, la felicidad no puede alcanzarte.
Y
lo tercero -y ahora estoy en ello- es aprender a confiar en la vida y dejarla fluír,
aunque también es verdad que la vida fluye me guste o no, o sea que solo tuve
que aceptar esa verdad, que hace años me daba miedo. Y así abandoné el miedo. Y
cuando
desaparece el miedo, ya cabe el amor. Y ahora, tras muchos años, es
cuando estoy capacitado para amar y ser amado. ¿Largo viaje, para tan obvio y
simple resultado? Bueno, la vida -y tal vez yo mismo, un poco- lo decidió así…
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