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dilluns, 15 de setembre del 2014

El valor de la humildad. Borja Vilaseca. El País.

Soberbios, prepotentes, sabios por naturaleza, creemos que nuestra forma de vivir es la que vale
Máscaras de la vida moderna que nos engañan y dificultan la posibilidad de seguir creciendo

La gran mayoría estamos convencidos de que nuestra forma de ver la vida es la forma de ver la vida. Y que quienes ven las cosas diferentes que nosotros están equivocados. De hecho, tenemos tendencia a rodearnos de personas que piensan exactamente como nosotros, considerando que estas son las únicas “cuerdas y sensatas”. Pero ¿sabemos de dónde viene nuestra visión de la vida? ¿Realmente podemos decir que es nuestra? ¿Acaso la hemos elegido libre y voluntariamente?
Desde el día en que nacimos, nuestra mente ha sido condicionada para pensar y comportarnos de acuerdo con las opiniones, valores y aspiraciones de nuestro entorno social y familiar. ¿Acaso hemos escogido el idioma con el que hablamos? ¿Y qué decir de nuestro equipo de fútbol? En función del país y del barrio en el que hayamos sido educados, ahora mismo nos identificamos con una cultura, una religión, una política, una profesión y una moda determinadas, igual que el resto de nuestros vecinos. ¿Cómo veríamos la vida si hubiéramos nacido en una aldea de un pueblo de Madagascar? Diferente, ¿no? Y entonces, ¿por qué nos aferramos a una identidad prestada, de segunda mano, tan aleatoria como el lugar en el que nacimos? ¿Por qué no cuestionamos nuestra forma de pensar? ¿Y qué consecuencias tiene este hecho sobre nuestra existencia?
“El orgullo es un albañil especializado en la construcción de murallas que cuanto más nos protegen, más a la defensiva nos hacen vivir” Irene Orce
Para responder a esta última pregunta tan solo hace falta echar un vistazo a la sociedad. ¿Vemos a seres humanos felices al volante de los coches en medio de un atasco de tráfico? ¿Vemos a personas que se sienten en paz saliendo por la tele? ¿Vemos mucho amor en los campos de fútbol o en las empresas?. La ignorancia es el germen de la infelicidad. Y ésta, la raíz desde la que florecen el resto de nuestros conflictos y perturbaciones. No existe ni un solo ser humano en el mundo que quiera sufrir de forma voluntaria. Las personas queremos ser felices, pero en general no tenemos ni idea de cómo lograrlo. Y dado que la mentira más común es la que nos contamos a nosotros mismos, en vez de cuestionar nuestro sistema de creencias e iniciar un proceso de cambio personal, la mayoría nos quedamos anclados en el victimismo, la indignación, la impotencia o la resignación.
Muchos estamos perdidos en el arte de vivir plenamente. ¿Y quién no lo está? Demasiada gente nos ha estado confundiendo durante demasiados años, presionándonos y convenciéndonos para que hagamos cosas que no nos conviene hacer para tener cosas que no necesitamos tener. Observemos los resultados que estamos cosechando en las diferentes dimensiones de nuestra existencia. ¿Qué vemos? Si nuestra vida carece de sentido, reconozcámoslo. No nos engañemos más. Si nos sentimos vacíos, asumámoslo. Dejemos de mirar hacia otro lado. El autoengaño es un déficit de honestidad. Esta cualidad nos permite reconocer que nuestra vida está hecha un lío porque nosotros nos sentimos así en la vida. A menos que admitamos que tenemos un problema, nos será imposible solucionarlo. Lo único que conseguiremos será crear nuevos problemas, cada vez más sofisticados.

La honestidad puede resultar muy dolorosa al principio. Pero a medio plazo es muy liberadora. Nos permite afrontar la verdad acerca de quiénes somos y de cómo nos relacionamos con nuestro mundo interior. Así es como iniciamos el camino que nos conduce hacia nuestro bienestar emocional. Cultivar esta virtud provoca una serie de efectos terapéuticos. En primer lugar, disminuye el miedo a conocernos y afrontar nuestro lado oscuro. También nos incapacita para seguir llevando una máscara con la que agradar a los demás y ser aceptados por nuestro entorno social y laboral.
A su vez, esta cualidad nos impide seguir ocultando debajo de la alfombra nuestros conflictos emocionales. Así, nos da fortaleza para cuestionarnos, identificando la falsedad y las mentiras que pueden estar formando parte de nuestra vida. De pronto perdemos el interés en justificarnos cada vez que alguien señala alguno de nuestros defectos. Y aumenta nuestra motivación para desarrollar nuestro potencial como seres humanos. En la medida que la honestidad se va integrando en nuestro ser, sentimos frecuentes episodios de alivio por no tener que fingir ser quien no somos.
A pesar del sufrimiento y del conflicto que vamos cosechando, en ocasiones nos cuesta mucho considerar que estamos equivocados. ¿Quién lo está? Así, solemos utilizar una serie de mecanismos de defensa para mantenernos en nuestra zona de comodidad. Entre estos destaca la arrogancia de creer que no tenemos nada que cuestionarnos, ni mucho menos algo que aprender. Así es como evitamos remover el sistema de creencias con el que hemos fabricado nuestro falso concepto de identidad.
Y lo mismo hacemos con la soberbia, que nos lleva a sentirnos superiores cada vez que nos comparamos con alguien, poniendo de manifiesto nuestro complejo de inferioridad. De ahí surge la prepotencia, con la que tratamos de demostrar que siempre tenemos la razón. También empleamos la vanidad, haciendo ostentación de nuestros méritos, virtudes y logros.
Eso sí, el gran generador de conflictos con otras personas se llama orgullo. Principalmente porque nos incapacita para reconocer y enmendar nuestros propios errores. Y pone de manifiesto una carencia de humildad. Etimológicamente, esta cualidad viene de humus, que significa tierra fértil. Es lo que nos permite adoptar una actitud abierta, flexible y receptiva para poder aprender aquello que todavía no sabemos.
La humildad está relacionada con la aceptación de nuestros defectos, debilidades y limitaciones. Nos predispone a cuestionar aquello que hasta ahora habíamos dado por cierto. En el caso de que además seamos vanidosos o prepotentes, nos inspira simplemente a mantener la boca cerrada. Y solo hablar de nuestros éxitos en caso de que nos pregunten. Llegado el momento, nos invita a ser breves y no regodearnos. Es cierto que nuestras cualidades forman parte de nosotros, pero no son nuestras.

“La humildad nos permite silenciar nuestras virtudes, permitiendo que los demás descubran las suyas" Clay Newman
La paradoja de la humildad es que cuando se manifiesta, se corrompe y desaparece. La coletilla “en mi humilde opinión” no es más que nuestro orgullo disfrazado. La verdadera práctica de esta virtud no se predica, se practica. En caso de existir, son los demás quienes la ven, nunca uno mismo. Ser sencillo es el resultado de conocer nuestra verdadera esencia, más allá de nuestro ego. Y es que solo cuando accedemos al núcleo de nuestro ser sabemos que no somos lo que pensamos, decimos o hacemos. Ni tampoco lo que tenemos o conseguimos. Ésta es la razón por la que las personas humildes, en tanto que sabios, pasan desapercibidas.
En la medida que cultivamos la modestia, nos es cada vez más fácil aprender de las equivocaciones que cometemos, comprendiendo que los errores son necesarios para seguir creciendo y evolucionando. De pronto ya no sentimos la necesidad de discutir, imponer nuestra opinión o tener la razón. Gracias a esta cualidad, cada vez gozamos de mayor predisposición para escuchar nuevos puntos de vista, incluso cuando se oponen a nuestras creencias. En paralelo, sentimos más curiosidad por explorar formas alternativas de entender la vida que ni siquiera sabíamos que existían. Y cuanto más indagamos, mayor es el reconocimiento de nuestra ignorancia, vislumbrando claramente el camino hacia la sabiduría.

PARA CULTIVAR LA MODESTIA
LIBRO
‘El prozac de Séneca’. Clay Newman. (Debolsillo)
Concebido como un medicamento para el alma, este libro promueve la filosofía estoica para afrontar los problemas de la vida cotidiana. En vez de aliviar los síntomas por medio de pastillas, este autor nos invita a cultivar la sabiduría que erradica de raíz el sufrimiento.
PELÍCULA
‘Siete años en el Tíbet’. Jean-Jacques Annaud

Relata los años que el famoso escalador austriaco Heinrich Harrer pasó en el Tíbet. Y de cómo sus valores y aspiraciones occidentales fueron desvaneciéndose tras conocer al actual Dalái Lama y los fundamentos filosóficos del budismo.



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