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dimarts, 2 de setembre del 2014

La muralla del orgullo. Irene Orce. La Vanguardia.

“Mucho más que los intereses, es el orgullo quien nos divide”, Auguste Comte
El orgullo es un soldado siempre dispuesto a defender su posición. Ante cualquier amenaza, se dispone a atacar sin dilación. No atiende a excusas ni a explicaciones, se mueve por puro instinto de supervivencia. Suele estar demasiado ocupado en proteger sus intereses para dedicar un segundo a cuestionar su misión. Cuando le retan o queda herido, aún pone más empeño en su particular guerra. Por muchos dolores de cabeza que le ocasione la lucha, no se rinde. No sabe cómo hacerlo. Y así, se mantiene en su puesto, impenitente, inclemente… e ignorante. Resulta un inquilino entrometido. Se inmiscuye en nuestras emociones y en nuestras decisiones. Incluso tiene el poder de determinar el desarrollo de nuestras relaciones.
En algunas culturas, el orgullo está íntimamente vinculado al honor. Y no hace tantos años, si quedaba mancillado, no faltaban quienes lo perdían todo de cuello para arriba… por decisión propia. Tal vez hoy en día no tomemos medidas tan drásticas, pero el orgullo es uno de nuestros grandes obstáculos para atrevernos a avanzar en distintos ámbitos de la vida. El arte de ceder, tanto en las relaciones personales como profesionales, es una lección difícil de aprender pero tremendamente útil para vivir más tranquilos y menos esclavizados por nuestro ego.
Lo cierto es que existen muchas interpretaciones de esta palabra. Pero ¿en qué consiste exactamente el orgullo? ¿Para qué sirve? Más allá de los resultados que genera en nuestra vida, existen diversas formas de experimentarlo. Según la RAE, el orgullo significa “arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable” –o incluso puede parecer positivo– “por nacer de causas nobles y virtuosas”. Sin embargo, otros diccionarios recogen también como definición de orgullo “satisfacción personal por algo propio o relativo a uno mismo y que se considera valioso”. No es lo mismo ser orgulloso que sentirse orgulloso. Esta segunda acepción incluiría también la sensación que podemos experimentar cuando una persona importante para nosotros, ya sea nuestra pareja, un hijo o un amigo, alcanza algún logro destacable.

Falsas heridas
“A ojos del infinito, todo orgullo no es más que polvo y ceniza”, León Tolstoi
Así, esta palabra tiene distintas connotaciones en función del contexto en el que se emplea. A veces la utilizamos como equivalente a respeto y valoración. En otras ocasiones, consideramos que es sinónimo de una persona altiva, prepotente, arrogante, autoritaria, crítica, malhumorada e iracunda. Existe una dualidad maniquea con este término. Pero en su origen, ambas definiciones están íntimamente relacionadas con la identidad de la persona. Cuando alguien ‘hiere’ nuestro orgullo suele significar que ha atacado, de un modo u otro, nuestra manera de ver e interpretar el mundo, nuestros principios, valores, o nuestra imagen. Es decir, cualquier rasgo que tiene que ver con quienes nosotros creemos que somos.
Es entonces cuando el orgullo, experto albañil dedicado a la construcción de muros y murallas, se pone manos a la obra y se parapeta a la espera de la batalla. Pero paradójicamente, cuanto más parece que nos protege, más nos aísla. Para más inri, tiene grabado a fuego en su ADN el impulso de contraatacar. Así, cuando se siente agredido, nos impulsa a imponernos a esa persona de cualquier forma posible. En este proceso utilizamos el menosprecio, la altanería, elevamos nuestro tono de voz…Y si aún así no logramos nuestro objetivo, optamos por la distancia y el olvido para preservar esa identidad a la que nos aferramos, de quien recibe órdenes el ‘soldado orgullo’. Sin embargo, tener un concepto de identidad basado en la superioridad de nuestras ideas, conceptos y paradigmas –nuestra manera de comprender la existencia- nos lleva a dar más poder a ese soldado, que puede llegar a transformarse en un auténtico dictador.
Su rígido criterio a menudo nos lleva a sentirnos ‘orgullosos’ únicamente de aquellas personas con las que nos vemos identificados, o que hacen lo que nosotros esperamos de ellas. De ahí que aunque la palabra ‘orgullo’ tenga una connotación positiva, en última instancia está basada en una realidad poco constructiva. Todos, en un momento u otro de nuestra vida, hemos buscado la aceptación y valoración de las personas de nuestro entorno. Hay incluso quien vive por y para ello. La frase “estoy orgulloso de ti”, pronunciada por la persona adecuada, tienen un enorme poder. ¿Por qué? Porque es una de las mayores formas de validación a las que podemos aspirar. Es un reconocimiento hacia nuestra persona, nuestras decisiones y nuestras elecciones. En este caso, orgullo es sinónimo de profunda satisfacción, de ahí nuestro regocijo.
Pero el lado oscuro de esta frase es que, por lo general, sólo se da cuando cumplimos las expectativas de esas personas. A veces incluso construimos nuestra propia vida en aras de lograr tan magro reconocimiento. Creemos que nuestro bienestar interior llegará cuando nuestro entorno reconozca nuestro esfuerzo y nuestra entrega, pero es una apuesta arriesgada. Tal vez sea más seguro apostar por nosotros mismos, verificando los resultados que vamos obteniendo por el camino, en vez de delegar nuestra felicidad en el voluble orgullo de los demás. No en vano, el reto consiste en construir nuestra propia identidad, no en repetir nuestro patrón social o familiar. Depende de nosotros optar por imitar…o por evolucionar.
Así, el orgullo es por lo general un impedimento para nuestro desarrollo. Aún en lo que se considera su acepción positiva. Somos orgullosos porque sentimos que tenemos que proteger nuestro concepto de identidad. Pero ¿para qué nos sirve mantener a nuestro soldado en permanente pie de guerra? Si analizamos las últimas veces que nuestro orgullo ha tomado las riendas, posiblemente determinaremos que el coste de la batalla ha sido más elevado que el territorio conquistado. La causa de nuestro orgullo es la creencia de que nos tenemos que proteger. Lo que implica que, de un modo u otro, nos sentimos frágiles. Sus ventajas, que nos permite influenciar a los demás. Sus consecuencias, que causa daño –a veces irreparable- en nuestras relaciones, incluida la que mantenemos con nosotros mismos. ¿Cuántos amigos se han distanciado a causa del orgullo? ¿Cuántos padres, hijos o hermanos se han pasado temporadas sin hablar para mantener su posición? Todo ello en aras de sentirnos validados, de solidificar nuestra posición, de asentar nuestro criterio. En este escenario, el orgullo se convierte en el estandarte de la rigidez y la inflexibilidad.

 La humildad como antídoto
“Si no moderas tu orgullo, éste se convertirá en tu mayor castigo”, Dante Alighieri
Y a pesar de eso, el concepto ‘tragarse el orgullo’ acarrea una connotación tremendamente negativa. Por lo general, lo relacionamos con “perder”, con tener que agachar la cabeza y retirarnos con la cola entre las piernas. Esta es, sin duda, una visión muy limitada de la situación. Si nos atrevemos a tomar perspectiva, tal vez ‘tragarnos nuestro orgullo’ sea la lección más valiosa que podamos aprender. No en vano, consiste en bajar derrotados del ring y ocultarnos del mundo para lamer nuestras heridas. Se trata de reconsiderar, ponderar y cuestionar nuestra actitud, nuestra conducta y nuestras motivaciones en esa particular situación.
En este sentido, siempre resulta útil replantearnos nuestro ‘storytelling’, es decir, la historia que nos contamos a nosotros mismos acerca de lo que ha sucedido. Somos expertos narradores, pero por lo general nuestro relato de los hechos cuenta con un sesgo importante. Tragarnos nuestro orgullo puede ayudarnos a minimizar esa interpretación subjetiva, añadiendo otros puntos de vista distintos al nuestro. Para eso, tenemos que hacer un ejercicio de honestidad y humildad. Eso supone darnos la posibilidad de escuchar y de aceptar que tal vez no tenemos la verdad en nuestro poder, tan sólo una pequeña parte del puzle. Y que salir de detrás de la muralla del orgullo no nos convierte en seres vulnerables a los ataques de los demás. Atrevernos a admitir que hemos errado requiere mucho más valor y fortaleza de la que nos ofrece el orgullo, enrocado en su castillo.
Pero y eso, ¿cómo se hace? Podemos empezar por no vivir cualquier comentario desafortunado como un ataque personal. En este sentido, resulta útil recordar que cuando nuestro jefe critica la última presentación que hemos entregado, está criticando nuestro trabajo, no a nosotros o nuestra identidad. Y que cuando nuestros padres, pareja o amigos cuestionan nuestra manera de hacer las cosas, están ponderando nuestras acciones, no quiénes somos. Lo más probable es que podamos aprender del feedback que nos dan. Eso no significa renunciar a nuestro criterio, simplemente enriquecerlo. El orgullo nos ancla a la pobreza, pues limita nuestra capacidad de ceder, rectificar, aprender y reconstruirnos.
La humildad, en cambio, es fuente de riqueza porque nos permite ampliar nuestra perspectiva y ganar en tolerancia y flexibilidad. De ahí la importancia de cultivarla como antídoto al orgullo. Eso pasa por ser autocríticos, asumir nuestra parte de responsabilidad en cualquier interacción con otra persona que pueda terminar en conflicto y valorar a los demás y su propio criterio como nos gustaría que hicieran con el nuestro. Podemos seguir viviendo bajo la premisa de que la mejor defensa es un buen ataque, o comenzar a experimentar que el mejor modo de defendernos es no sentirnos atacados.

En clave de coaching
  • ¿Qué ganamos cuando nos enrocamos en el orgullo?
  • ¿Cómo cambiaría nuestra vida si fuéramos menos orgullosos?
  • ¿De qué manera mejorarían nuestras relaciones si cultivásemos más la humildad?


Libro recomendado

‘El prozac de Séneca’, de Clay Newman (Debolsillo)


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