El orgullo es un soldado siempre dispuesto a
defender su posición. Ante cualquier amenaza, se dispone a atacar sin dilación.
No atiende a excusas ni a explicaciones, se mueve por puro instinto de
supervivencia. Suele estar demasiado ocupado en proteger sus intereses para
dedicar un segundo a cuestionar su misión. Cuando le retan o queda herido, aún
pone más empeño en su particular guerra. Por muchos dolores de cabeza que le
ocasione la lucha, no se rinde. No sabe cómo hacerlo. Y así, se mantiene en su
puesto, impenitente, inclemente… e ignorante. Resulta un inquilino entrometido. Se
inmiscuye en nuestras emociones y en nuestras decisiones. Incluso tiene el
poder de determinar el desarrollo de nuestras relaciones.
En algunas culturas, el orgullo está íntimamente
vinculado al honor. Y no hace tantos años, si quedaba mancillado, no faltaban
quienes lo perdían todo de cuello para arriba… por decisión propia. Tal vez hoy
en día no tomemos medidas tan drásticas, pero el orgullo es uno de nuestros
grandes obstáculos para atrevernos a avanzar en distintos ámbitos de la vida. El arte de
ceder, tanto en las relaciones personales como profesionales, es una lección
difícil de aprender pero tremendamente útil para vivir más tranquilos y menos
esclavizados por nuestro ego.
Lo cierto es que existen muchas interpretaciones
de esta palabra. Pero ¿en qué consiste exactamente el orgullo? ¿Para qué sirve?
Más allá de los resultados que genera en nuestra vida, existen diversas formas
de experimentarlo. Según la RAE, el orgullo significa “arrogancia, vanidad, exceso de estimación
propia, que a veces es disimulable” –o incluso puede parecer
positivo– “por
nacer de causas nobles y virtuosas”. Sin embargo, otros diccionarios
recogen también como definición de orgullo “satisfacción personal por algo propio o relativo a uno
mismo y que se considera valioso”. No es lo mismo ser orgulloso que sentirse
orgulloso. Esta segunda acepción incluiría también la sensación que
podemos experimentar cuando una persona importante para nosotros, ya sea
nuestra pareja, un hijo o un amigo, alcanza algún logro destacable.
Falsas heridas
“A ojos del infinito, todo orgullo
no es más que polvo y ceniza”, León Tolstoi
Así, esta palabra tiene distintas connotaciones en
función del contexto en el que se emplea. A veces la utilizamos como
equivalente a respeto
y valoración. En otras ocasiones, consideramos que es sinónimo de
una persona altiva,
prepotente, arrogante, autoritaria, crítica, malhumorada e iracunda.
Existe una dualidad maniquea con este término. Pero en su origen, ambas
definiciones están íntimamente relacionadas con la identidad de la persona.
Cuando alguien ‘hiere’ nuestro orgullo suele significar que ha atacado, de un
modo u otro, nuestra manera de ver e interpretar el mundo, nuestros principios,
valores, o nuestra imagen. Es decir, cualquier rasgo que tiene que ver con quienes nosotros
creemos que somos.
Es entonces cuando el orgullo, experto albañil
dedicado a la construcción de muros y murallas, se pone manos a la obra y se
parapeta a la espera de la batalla. Pero paradójicamente, cuanto más parece que nos protege, más nos
aísla. Para más inri, tiene grabado a fuego en su ADN el impulso de
contraatacar. Así, cuando se siente agredido, nos impulsa a imponernos a esa
persona de cualquier forma posible. En este proceso utilizamos el menosprecio,
la altanería, elevamos nuestro tono de voz…Y si aún así no logramos nuestro
objetivo, optamos por la distancia y el olvido para preservar esa identidad a
la que nos aferramos, de quien recibe órdenes el ‘soldado orgullo’. Sin
embargo, tener un concepto de identidad basado en la superioridad de nuestras
ideas, conceptos y paradigmas –nuestra manera de comprender la existencia- nos lleva a dar
más poder a ese soldado, que puede llegar a transformarse en un auténtico
dictador.
Su rígido criterio a menudo nos lleva a sentirnos
‘orgullosos’ únicamente de aquellas personas con las que nos vemos
identificados, o que hacen lo que nosotros esperamos de ellas. De ahí que aunque
la palabra ‘orgullo’ tenga una connotación positiva, en última instancia está basada en
una realidad poco constructiva. Todos, en un momento u otro de
nuestra vida, hemos buscado la aceptación y valoración de las personas de
nuestro entorno. Hay incluso quien vive por y para ello. La frase “estoy
orgulloso de ti”, pronunciada por la persona adecuada, tienen un
enorme poder. ¿Por qué? Porque es una de las mayores formas de validación a las
que podemos aspirar. Es un reconocimiento hacia nuestra persona, nuestras
decisiones y nuestras elecciones. En este caso, orgullo es sinónimo de profunda
satisfacción, de ahí nuestro regocijo.
Pero el lado oscuro de esta frase es que, por lo
general, sólo
se da cuando cumplimos las expectativas de esas personas. A veces
incluso construimos nuestra propia vida en aras de lograr tan magro
reconocimiento. Creemos que nuestro bienestar interior llegará cuando nuestro
entorno reconozca nuestro esfuerzo y nuestra entrega, pero es una apuesta
arriesgada. Tal
vez sea más seguro apostar por nosotros mismos, verificando los
resultados que vamos obteniendo por el camino, en vez de delegar nuestra
felicidad en el voluble orgullo de los demás. No en vano, el reto consiste en construir nuestra
propia identidad, no en repetir nuestro patrón social o familiar. Depende de
nosotros optar por imitar…o por evolucionar.
Así, el orgullo es por lo general un impedimento
para nuestro desarrollo. Aún en lo que se considera su acepción positiva. Somos
orgullosos porque sentimos que tenemos que proteger nuestro concepto de
identidad. Pero ¿para qué nos sirve mantener a nuestro soldado en
permanente pie de guerra? Si analizamos las últimas veces que nuestro orgullo
ha tomado las riendas, posiblemente determinaremos que el coste de la batalla
ha sido más elevado que el territorio conquistado. La causa de nuestro orgullo es la creencia
de que nos tenemos que proteger. Lo que implica que, de un modo u
otro, nos sentimos frágiles. Sus ventajas, que nos permite influenciar a los
demás. Sus consecuencias, que causa daño –a veces irreparable- en nuestras
relaciones, incluida la que mantenemos con nosotros mismos. ¿Cuántos amigos se
han distanciado a causa del orgullo? ¿Cuántos padres, hijos o hermanos se han
pasado temporadas sin hablar para mantener su posición? Todo ello en aras de
sentirnos validados, de solidificar nuestra posición, de asentar nuestro
criterio. En
este escenario, el orgullo se convierte en el estandarte de la rigidez y la
inflexibilidad.
La humildad como antídoto
“Si no moderas tu orgullo, éste se
convertirá en tu mayor castigo”, Dante Alighieri
Y a pesar de eso, el concepto ‘tragarse el orgullo’ acarrea
una connotación tremendamente negativa. Por lo general, lo relacionamos con “perder”,
con tener que agachar la cabeza y retirarnos con la cola entre las piernas.
Esta es, sin duda, una visión muy limitada de la situación. Si nos atrevemos a
tomar perspectiva, tal vez ‘tragarnos nuestro orgullo’ sea la lección más
valiosa que podamos aprender. No en vano, consiste en bajar
derrotados del ring y ocultarnos del mundo para lamer nuestras heridas. Se trata de
reconsiderar, ponderar y cuestionar nuestra actitud, nuestra conducta y
nuestras motivaciones en esa particular situación.
En este sentido, siempre resulta útil
replantearnos nuestro ‘storytelling’, es decir, la historia que nos
contamos a nosotros mismos acerca de lo que ha sucedido. Somos expertos
narradores, pero por lo general nuestro relato de los hechos cuenta con un
sesgo importante. Tragarnos nuestro orgullo puede ayudarnos a minimizar esa
interpretación subjetiva, añadiendo otros puntos de vista distintos al nuestro.
Para eso, tenemos
que hacer un ejercicio de honestidad y humildad. Eso supone darnos
la posibilidad de escuchar y de aceptar que tal vez no tenemos la verdad en
nuestro poder, tan sólo una pequeña parte del puzle. Y que salir de detrás de
la muralla del orgullo no nos convierte en seres vulnerables a los ataques de
los demás. Atrevernos
a admitir que hemos errado requiere mucho más valor y fortaleza de la que nos
ofrece el orgullo, enrocado en su castillo.
Pero y eso, ¿cómo se hace? Podemos empezar por no vivir
cualquier comentario desafortunado como un ataque personal. En este
sentido, resulta útil recordar que cuando nuestro jefe critica la última
presentación que hemos entregado, está criticando nuestro trabajo, no a
nosotros o nuestra identidad. Y que cuando nuestros padres, pareja o amigos
cuestionan nuestra manera de hacer las cosas, están ponderando nuestras
acciones, no quiénes somos. Lo más probable es que podamos aprender del
feedback que nos dan. Eso no significa renunciar a nuestro criterio, simplemente
enriquecerlo. El orgullo nos ancla a la pobreza, pues limita nuestra
capacidad de ceder, rectificar, aprender y reconstruirnos.
La
humildad,
en cambio, es fuente de riqueza porque nos permite ampliar nuestra perspectiva
y ganar en tolerancia
y flexibilidad. De ahí la importancia de cultivarla como antídoto al
orgullo. Eso pasa por ser autocríticos, asumir nuestra parte de responsabilidad
en cualquier interacción con otra persona que pueda terminar en conflicto y
valorar a los demás y su propio criterio como nos gustaría que hicieran con el
nuestro. Podemos seguir viviendo bajo la premisa de que la mejor defensa es un
buen ataque, o comenzar a experimentar que el mejor modo de defendernos es no
sentirnos atacados.
En clave de
coaching
- ¿Qué ganamos cuando nos enrocamos en el orgullo?
- ¿Cómo cambiaría nuestra vida si fuéramos menos orgullosos?
- ¿De qué manera mejorarían nuestras relaciones si cultivásemos más la humildad?
Libro
recomendado
‘El prozac de Séneca’, de Clay
Newman (Debolsillo)
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