Acorazada en nuestro interior, la vergüenza esconde nuestras fragilidades. El miedo a la mirada del otro nos somete a un duro silencio no escogido que nos limita y coarta.
En mi práctica como psicólogo existe un momento inevitable mente paradójico. En el primer encuentro, dos personas que no se conocen de nada entablan una conversación en la que uno de ellos habla de sus aspectos más íntimos y privados. De sopetón, se pasa del "buenos días" al "mire usted, me he enamorado de otra persona y mi pareja no lo sabe", por ejemplo. Con empatía y respeto, el profesional procurará que no sea un momento demasiado chocante, más aún si se viene dispuesto a "contarlo todo". Establecer una relación que facilite el proceso es fundamental.
Lo que quisiera resaltar de ese y otros muchos instantes de revelación personal es la fragilidad, la vulnerabilidad en la que nos sumergimos cuando emergen nuestros sentimientos más ocultos. Quedamos al desnudo. Mostramos las tripas de nuestra coraza. Aireamos las miserias de nuestros pensamientos. Exponemos las listas de nuestros miedos y errores. Liberamos fieras y horrores. Quitamos la trampa y el cartón para quedar expuestos a la mirada ajena. También, a su opinión o desprecio. ¡Qué vergüenza!.
VULNERABILIDAD Y VERGÜENZA
"Aceptar nuestra vulnerabilidad en lugar de tratar de ocultarla es la mejor manera de adaptarse a la realidad" (David Viscott)
Las palabras de la vergüenza son difíciles de decir porque tememos la reacción del otro, ya sea por un sí o por un no. Uno nunca está solo en la vergüenza, porque siempre sufre por la idea que se harán de él bajo la mirada del otro. Un escenario humillante desencadena una rabia muda, una desesperación o un embrutecimiento traumático. La vergüenza, entonces, la origina el hecho de creer que el otro tiene una opinión degradante.
No obstante, no es eso lo peor. La revelación de un secreto oculto más bien tiende a liberamos de su esclavitud. En cambio, nos adentra en la vulnerabilidad. Entre la confesión y la respuesta del otro quedamos en paños menores, y justamente es eso lo que pretendemos esconder. No nos gusta mostrarnos frágiles, perdidos, confusos o sin razón alguna. Eso es lo que nos avergüenza.
También nos avergüenza arrastrar a los demás hacia nuestro sufrimiento. ¿Con qué derecho atraemos hacia nuestra aflicción a nuestros allegados? Preferimos callar, sin darnos cuenta que de este modo enturbiamos aún más la relación, introducimos en ella una sombra que se instala entre el tú y el yo. Compartir alegrías es una cosa, pero, ¿quién querrá unirse a nuestras vergüenzas? Hay tantas cosas que suponemos que no se pueden o deben explicar, que preferimos el ocultamiento para no ser despreciados y para protegernos a nosotros mismos preservando la imagen que nos parece más adecuada.
Cuenta el psiquiatra Boris Cyrulnik que uno se adapta a la vergüenza mediante comportamientos de evitación, de ocultación o de retirada que alteran la relación. No se libra uno de la culpabilidad o de la vergüenza, sino que se adapta a ella para sufrir menos. Puede ocurrir, sin embargo, que la vergüenza pueda transformarse en su contrario. En orgullo y arrogancia. También, a veces, en indiferencia o en cinismo. El sujeto rebajado se torna orgulloso de su rebelión: obesos que exhiben su adiposidad cantando en un coro de gordos, o calvos que incitan a reírse de su calvicie y homosexuales que organizan un exuberante desfile al que etiquetan, precisamente, como "orgullo gay".
RECOMPONER LA IMAGEN
"Nuestro carácter nos hace meternos en problemas, pero es nuestro orgullo el que nos mantiene en ellos" (Esopo)
Todos los esfuerzos se consagran al éxito que permita recomponer una imagen victoriosa de uno mismo, enmascarando las derrotas silenciosas, los sueños inalcanzables y el desgarro de no sentirse válido ante los demás. Puede suceder, incluso, que cuanto mayor sea la desgracia, más gloriosa sea la victoria. El éxito puede ser, a veces, el beneficio secundario de un sufrimiento oculto. El combate compensatorio contra la vergüenza es una legítima defensa, como afirma Cyrulnik, pero, evidentemente, no es una plenitud resiliente.
El sentimiento de vergüenza o de orgullo se asienta en un diálogo agotador: Morir por decir o sufrir por no decir. Mientras se resuelve el dilema, el avergonzado atiende tanto en lo que el otro piensa, se pone a veces tanto en su piel, que lo que podría ser una plausible estrategia ética acaba por convertirse en vulnerabilizante. La plasticidad de este sentimiento depende de la influencia que se conceda al otro. Es otorgarle un poder mudo. Tememos morir de vergüenza si descubren quiénes somos en realidad, cuando dicha identidad se sustenta en la baja autoestima, en un yo idealizado o en la creencia de que somos de una sola pieza. John Powel lo expresó maravillosamente en el título de uno de sus libros: ¿Por qué temo decirte quién soy? Sobre todo por una razón: Es lo único que tengo. Todo este embrollo emocional solo depende de la influencia o del poder que le concedamos al otro. ¿Tan esclavos podemos llegar a ser de su juicio? En realidad, el problema empieza cuando sufrimos por la imagen desgarrada que exponemos a nuestra propia mirada.
LA MIRADA DEL OTRO
"Hemos de proceder de tal manera que no nos sonrojemos ante nosotros mismos". (Baltasar Gracián)
Todo nos lleva a despertar en nosotros la confianza de la que creemos carecer. La firmeza interior, la capacidad de afirmarnos es una fortaleza que se empieza a construir ya en la infancia, fruto de unos fuertes lazos afectivos que nos protejan y, a la vez, nos permitan explorar por nosotros mismos. Un poco de vergüenza es la prueba de una maduración biológica y de un buen desarrollo de las aptitudes relacionales. Un exceso de vergüenza revela una sensibilidad exagerada cercana al temor, una tendencia a despersonalizarse para dejar sitio al otro. Del mismo modo, la ausencia de vergüenza puede demostrar incapacidad para representarse el mundo de los demás.
Esa sensibilidad exagerada se resuelve en muchos casos aprendiendo a desconectamos o aislarnos emocionalmente para no sufrir. Pero entonces perdemos toda referencia sobre nuestros procesos internos, dudamos y desconfiamos de ellos. La consecuencia es que otorgamos a los demás un poder incalculable, mientras nos avergonzamos de todo lo que sentimos por considerarlo inadecuado o degradante.
La vergüenza no sirve para nada, pero crea un escenario interior de moralidad y muchas veces de culpa. Se convierte así en un arma que el avergonzado entrega a quien le mira. Por eso no nos queda otra solución que confiar en nuestra propia mirada. En aceptar la vulnerabilidad como parte del proceso de aprender a ser. Sin silenciarla. Sin esconderla. Expresándola adecuadamente. ¿Acaso existe alguien que nunca en su vida se haya sentido vulnerable?
QUÉ PASA SI SOY VULNERABLE?
1 LIBROS:
- Morirse de vergüenza, de Boris Cyrulnik (editorial Debate, 2011). Autor de'Los patitos feos; pocos retratan tan bien nuestros traumas y la facultad resiliente que tenemos para salir de ellos.
- ¿Por qué temo decirte quién soy?; de John Powell (Sal Terrae).
- De la codependencia a la libertad; de Krishnananda (doctor Thomas Trobe) (Ediciones Gulaab).
2. PELÍCULAS:
- The class (2007), de Ilmar Raag.
- El club de los poetas muertos (1989), de Peter Weir.
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