Nadie niega que el sexo puro
pueda ser placentero y adictivo. Los hombres sabemos esto más que las mujeres,
aunque no exclusivamente. Su activación mueve montañas, derriba tronos,
cuestiona vocaciones, quiebra empresas y destruye matrimonios. El deseo sexual
no mide consecuencias. Casi siempre se impone más allá de nuestras
fuerzas. Se requiere la capacidad de un faquir experimentado para tenerlo bajo
control. Así es el sexo primitivo y anatómico: encantador, fascinante y
"enfermador" para algunos o angustiante, preocupante y desgarrador
para otros.
Pero la sexualidad es otra
cosa. La
sexualidad es la humanización del sexo crudo. Es la actividad por medio
de la cual incluimos la genitalidad en un contexto interpersonal que va más
allá de lo físico. En el entorno afectivo, la sexualidad trasciende lo
corporal y se ubica en "un antes" y "un después". Se prolonga
más acá y más allá de los apetecidos, encantadores, desvergonzados e
incontenibles orgasmos. Bennedetti lo explica así:
Como
aventura y enigma
La
caricia empieza antes
De
convertirse en caricia
Es
claro que lo mejor
No
es la caricia en sí misma
Sino
su continuación
Somos
más que biología. Cuando dos
enamorados
se conectan
sexualmente,
la actividad
sexual
se transmuta en comunión.
En el sexo amoroso (sexualidad)
el clímax no es la culminación de la relación, sino el comienzo de un reencuentro
libre de deseo sexual: afecto en estado puro. Si hay amor, la cuestión apenas empieza después
del desfogue hormonal. Prosigue en el abrazo, los mimos, las caricias sin
testosterona y los arrumacos sin prevención. Se afianza en el beso impregnado
de ternura y en el calor de un cuerpo desgonzado y bellamente fatigado.
Pero si el sexo está despojado
de todo afecto, la experiencia se acaba en lo fisiológico: "A lo que vinimos". No
hay continuación o siquiera antesala. Es puntual, primitivo y claramente
animal. Cuando se logra la culminación nada justifica la permanencia. Por el
contrario, cada instante posterior a la satisfacción se convierte en tormento.
Si no hay afecto, el 'poscoito' se vuelve asfixiante, incómodo, empalagoso y
cansón. Ya no hay por qué mentir, los temas se acaban, la amabilidad pierde funcionalidad
y la proximidad del otro se asemeja a una invasión extraterrestre. Incluso a
veces sobreviene la culpa o el arrepentimiento. No hay gusto, sino disgusto.
En la sexualidad sana, el sexo
bruto se depura y completa en el amor o en la fantasía. En la actividad lúdica,
en las cosquillas, en los prolegómenos de la conquista, en la ropa, los guiños,
los perfumes, el hablado y las miradas. Los humanos imaginamos, anticipamos,
recordamos y creamos. La fantasía es tan inevitable como la esperanza. Somos
mucho más que ratones o gorilas respondiendo a la rígida predestinación
ambientalista o reproductora. Somos mucho más que biología. Cuando dos enamorados se conectan
sexualmente, la actividad sexual se transmuta en comunión. No digo que el afecto
sea indispensable, lo que sostengo es que si el sexo está acompañado de amor,
mejor; mucho mejor, cien veces mejor; mil veces mejor. Mientras
hacer el amor con amor es la mejor de las redundancias, el sexo por el sexo es
un agradable y escueto sexo al cuadrado, con altas probabilidades de crear
adicción.
¿Por qué no matizamos, así sea
de vez en cuando, la actividad sexual con afecto? Nada perdemos con intentarlo.
Ensayemos a ver qué pasa. Si logramos darle al sexo más estatus afectivo,
estaremos convirtiendo la antigua y problemática "energía libidinosa"
en una experiencia más humanista. Ni represión enfermiza ni apego compulsivo. El sexo
evolucionado es pasión afectiva dirigida a otro. Es hacer que dos
personas afines que se gustan y/o se aman, parezcan una.
El sexo viene dado, la
sexualidad hay que construirla. Hay que hacerla a nuestro amaño. Moldearla y experimentarla
desde nuestra singularidad. Por eso, la sexualidad es personal y no
transferible. Es el modo particular en que entremezclamos amor y sexo para damos
gusto.
Del libro Amores áltamente peligrosos.
Walter Riso.
Editorial Océano.
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