No es fácil
ser taxista en Londres. Se ha de pasar un examen llamado The Knowledge, que requiere memorizar más de 25.000 calles y miles
de sitios de interés. Sólo la mitad de los aspirantes son capaces de superar la
prueba y es un escenario perfecto para que un neurocientífico pueda estudiar si
nuestro cerebro expuesto al aprendizaje es capaz de modificarse. Esto debió de
pensar Eleanor Maguire hace más de
un década cuando analizó a 79 candidatos a taxistas. A priori, ninguno de ellos
tenía diferencia en su hipocampo posterior, donde reside la memoria a largo
plazo y nuestra ubicación espacial. Pasados los cuatro años de estudio, Maguire
volvió a analizar el cerebro tanto de los que aprobaron como de los que no lo
consiguieron. Los 39 que superaron la dura prueba fueron aquellos que tenían un
mayor hipocampo posterior. Es decir, en cuatro años de estudio estas personas
fueron capaces de aumentar la zona del cerebro que necesitaban para conseguir
su objetivo. El estudio de Maguire es una demostración de la plasticidad de
nuestro cerebro y de cómo somos capaces de desarrollar un talento a través del
aprendizaje y con la ayuda de nuestro cerebro.
El estudio
anterior es el comienzo del capítulo del libro “Serás lo que quieras ser”
en el que he participado junto con otros autores (Valentín Fuster, Joaquín Lorente, Laura Rojas Marcos, Alex Rovira…).
El libro se apoya en una idea crucial: Los últimos avances científicos han
demostrado que el ser humano es “plástico”, es decir, tenemos la capacidad de adaptarnos, de
aprender y de superar las limitaciones de nuestro entorno. Y ésta es
una gran revolución. Era sabido que las neuronas morían pero los últimos
hallazgos han demostrado que a lo largo de los años también generamos otras
nuevas. De hecho, el cerebro “se hace día a día, en su sentido físico y químico, como
resultado de la interacción que realiza con el medio ambiente en el que nace,
crece y se desarrolla”, dice Francisco Mora, uno de los autores. Cuando
aprendemos o memorizamos algo nuevo, promovemos la síntesis de proteínas y
moléculas que son los factores que permiten que las neuronas sobrevivan y
nazcan nuevas sinapsis. E incluso ocurre algo más. Gracias al aprendizaje se genera el
crecimiento de nuevas neuronas en áreas cerebrales específicas, como
les ocurrió a los taxistas que aprobaron el examen.
Todo lo
anterior es apasionante, sin duda, porque echa por tierra nuestras excusas
típicas a la hora de aprender un nuevo idioma o cambiar un comportamiento (y en
esto somos expertos más de uno de quejarnos de no haber aprendido inglés cuando
éramos niños y en nuestra dificultad de adultos). La neurociencia ha comprobado
que si
ponemos empeño, emoción y dedicamos tiempo, tiempo, tiempo… podemos crear
nuevas conexiones neuronales (por supuesto es más fácil cuando somos
pequeños pero si no se pudo, no hay que tirar la toalla de mayores).
Si somos
“plásticos”, el
concepto de libertad y hasta de uno mismo cambia. En la medida en
que podemos ser arquitectos de nuestro propio cerebro, como diría Ramón y
Cajal, somos
capaces de influir en nuestra libertad futura. Si aprendemos cosas
en nuestro presente, tendremos más márgenes de actuación en el futuro. Y aún más, si somos
capaces de ir transformando la percepción que tenemos de nosotros mismos a
través del aprendizaje, podemos cambiar nuestro propio concepto de “yo”.
Así pues, la palanca para el cambio está en la profunda vocación hacia el
aprendizaje, que ayuda a reinventarnos, a transformar nuestras conexiones
neuronales y a revisar el tembloroso edificio que constituye nuestro “yo”, como
escribió Salman
Rushdie.
El yo moderno es
un edificio tembloroso que construimos a base de chatarra, dogmas, traumas de
la infancia, artículos de periódicos, relatos de oportunidades, viejas
películas, pequeñas victorias, personas odiadas, personas amadas.
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