“La mentira más devastadora es aquella con la que un hombre se
engaña a sí mismo”, Friedrich Nietzsche
Las mentiras son
maestras en el arte del disfraz. Siempre creativas, adoptan tantas formas como
nuestra imaginación les permite. Las hay pequeñas y grandes, cobardes y
atrevidas. A veces inocuas, a menudo extremadamente dañinas. Todas ellas
descaradas. Su
mala reputación las precede. Sin embargo, son tan despreciadas como utilizadas.
Lo cierto es que no existe ningún ser humano que no haya caído en la tentación
de utilizar sus servicios en un momento u otro de su vida. Para muchos, son
compañeras habituales. El mejor antídoto contra la cruda realidad. Pero su
naturaleza tramposa resulta particularmente arriesgada. Cuando menos lo esperamos, se vuelven
contra nosotros. Es entonces cuando nos enfrentamos al coste de
vivir tras una máscara. Y no siempre contamos con los recursos necesarios para
pagar tan abultada factura.
Las razones que
nos llevan a mentir son infinitas.
Pero todas se basan en un planteamiento común: evitar exponer la verdad.
Utilizamos las mentiras como un escudo para proteger nuestras inseguridades y
carencias. Así,
mentimos por conveniencia, por vergüenza, por interés, por miedo e incluso por
respeto a nuestro interlocutor. Algunas de las mentiras que decimos
son respuestas automáticas. Las tenemos tan integradas que apenas nos damos
cuenta. Pongamos por ejemplo una mañana cualquiera. Nos cruzamos con un
conocido de camino al trabajo, y se acerca a saludarnos. “Buenos días, ¿cómo
va?”, nos pregunta. Y casi sin pensarlo, respondemos: “bien, ¿y tú?”. Tal vez
no nos interese compartir nuestras vicisitudes con esa persona. Posiblemente ni
siquiera nos apetezca saludarla. Pero se imponen las normas de cortesía, al
igual que cuando nos hacen un regalo que no nos gusta. En este tipo de
situaciones, la mentira resulta útil e interviene en aras de facilitar nuestras
relaciones, como una estrategia para proteger nuestra intimidad.
Lo
cierto es que las utilizamos a diario, en todo tipo de interacciones. Y la
mayoría no tienen mayor trascendencia. El problema surge cuando espoleados por nuestra
inseguridad y el miedo a no ser aceptados tal y como somos, optamos por
disfrazar la realidad a nuestro antojo. Resulta una idea tentadora.
La vía más rápida para ganarnos la admiración y el respeto de las personas que
nos rodean. Solemos empezar por algo pequeño, poco importante. Pero poco a
poco, nos vamos enredando en el telar de las mentiras. Y en este proceso, nos
olvidamos de que son como pompas de jabón. Brillantes e hipnóticas, contienen
un universo de imaginación en su interior. Pero terminan reventando. Y su
hechizo desaparece, al igual que la confianza que los demás han depositado en
nosotros, destruyendo por completo nuestra credibilidad.
VENDEDORES DE
HUMO
“Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo”, Refrán popular
Cada persona
tiene una relación única con la mentira. La más íntima es la que conocemos como autoengaño.
Solemos ponerlo en práctica a menudo por miedo al potencial conflicto y por el
dolor que nos produce reconocer nuestros propios sentimientos y emociones. E
invariablemente, las mentiras que contamos a los demás son un reflejo de las mentiras
que nos contamos a nosotros mismos. Se trata de una inercia tan
sutil como perjudicial que ponemos en marcha desde la infancia. Mentimos y nos
mentimos para eludir las frustraciones que nos causa nuestra realidad. Nos
engañamos a nosotros mismos y a los demás cuando no somos capaces de afrontar
las verdades que nos contrarían. Y también cuando nos ciega el interés para
conseguir un objetivo concreto.
A
lo largo de la historia, las mentiras han causado muchas bajas. Han truncado
carreras, destrozado relaciones, causado guerras. Son la causa de la mayoría de
grandes escándalos. Sin embargo, vale la pena matizar los distintos tipos de
mentira que utilizamos, pues no todas son iguales ni acarrean las mismas
consecuencias. Según el diccionario, mentir es “decir
algo que no es verdad con intención de engañar”. Pero también es
“cualquier manifestación contraria a lo que uno sabe,
cree o piensa”. Esta definición contiene todas las formas de
mentira. Y eso incluye la omisión de información.
Por
otra parte, cabe apuntar que quien engaña sin ser consciente de ello no miente,
simplemente propaga su propia equivocación o visión distorsionada de la
realidad. De ahí que lo que en última instancia define una mentira es la
intención con la que se dice. Las más dañinas para nuestra salud emocional son
aquellas que decimos para evitar responsabilizarnos de las consecuencias de
nuestras decisiones, conductas y actitudes, perjudicando a los demás en la
búsqueda de nuestro propio beneficio. Es lo que se denomina ‘mentiras
conscientes’. Si bien resulta más fácil mentir por omisión, las consecuencias
de no decir toda la verdad pueden ser equiparables a las de falsear la realidad
con premeditación y alevosía.
LA POLÍTICA DE LA
HONESTIDAD
“Ningún legado es tan rico como la honestidad”, William
Shakespeare
Cuando
practicamos la honestidad no tenemos que preocuparnos de prestar atención a la
versión de la historia que estamos explicando, ya sean anécdotas jocosas o
cosas importantes que nos hayan sucedido. Los exponemos tal y como permanecen
grabados en nuestra memoria. Pero cuando mentimos tenemos que permanecer
alerta, controlando cada palabra que sale de nuestros labios para que resulte
creíble y veraz. Lo cierto es que cuanto más nos enredamos en el complejo telar
de las mentiras, más difícil resulta evitar los deslices que pueden terminar
por dejarnos al descubierto. Resulta casi imposible controlar las distintas
versiones de la misma historia que hemos contado a cada persona manteniendo una
cierta coherencia.
El
punto culminante de ese malestar llega cuando nos pillan mintiendo ‘in
fraganti’. En ese momento perdemos mucho más que nuestro disfraz. Perdemos la
confianza que la otra persona ha depositado en nosotros, agrietando los
cimientos de nuestra relación. Dependiendo de la gravedad de la
mentira, esa grieta provoca que aquello que llevamos construyendo durante tanto
tiempo quede reducido a escombros. Resulta una lección devastadora. No en vano,
la confianza es la base sobre la que se edifican las relaciones humanas. La
intensidad y profundidad de nuestra relación con otra persona tiene que ver con
nuestro nivel de confianza en ella y viceversa. Es un tesoro frágil, y el
principal daño colateral de toda mentira. Para verificar esta premisa, no
tenemos más que recordar cómo hemos reaccionado y de qué manera nos hemos
sentido cuando una persona cercana nos ha engañado.
Eso
sí, cabe apuntar que en ocasiones, somos en parte responsables de las mentiras
que nos cuentan. La falta de tolerancia, la rigidez y la inflexibilidad que a
veces mostramos dificulta la transparencia en nuestras relaciones. De ahí la
importancia de apostar por el respeto como política para favorecer la
honestidad. Si aspiramos a cultivar relaciones sanas y sólidas, tenemos que
aprender a encajar verdades dolorosas. Es el precio de la autenticidad.
Llegados a este
punto, vale la pena recordar que la mentira hace daño a quien la escucha pero
siempre hiere más a quien la pronuncia, pues eso la convierte en una persona poco
íntegra, indigna de confianza y tremendamente irresponsable. Si queremos romper
esta inercia, tenemos que empezar por cuestionarnos cuál es el peso que ejercen
las mentiras en nuestra vida. En última instancia, nuestra relación con las mentiras
–es decir, con qué frecuencia la utilizamos y qué resultados obtenemos– es un
buen indicador de nuestro grado de responsabilidad y madurez. Y cada
vez que aparezca la tentación de bailar al son de las musas del carnaval,
preguntarnos: ¿Qué ganamos cuando mentimos? Y sobretodo… ¿Qué estamos
dispuestos a perder?
En clave de coaching
- ¿Para qué miento?
- ¿Qué resultados obtengo cuando miento?
- ¿Qué resultados obtendría si fuera más honesto?
Libro recomendado
- ‘Sobre verdad y mentira’, de Friedrich Nietzsche (Tecnos)
La mentida puede tener muchas caras, pero siempre se ha de decir la verdad por muy dura que sea.
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