Como cada mañana, Pablo protestaba
mirando su bocadillo, recién salido de su envoltura, a la vez que observaba con
cierta envidia mi bocadillo de tortilla de patata.
Era nuestro primer trabajo. Ambos
compartíamos la media hora del desayuno y aprovechábamos para hablar de
nuestras cosas. Cada mañana se repetía el ritual. Nos sentábamos a la mesa,
sacábamos de la bolsa los bocadillos correspondientes y los abríamos esperando
que su contenido nos sorprendiera. Cada mañana Pablo se encontraba con un
bocadillo de salchichón y se quejaba abiertamente de su mala suerte.
- ¡Otra vez salchichón!
Algunos días me daba pena y le daba
algún pedazo de los míos, que iban variando de contenido: jamón, queso,
tortilla… Pero un buen día, harto ya de oír lo mismo a diario, le dije:
-
Oye, Pablo, si estás tan harto del salchichón, ¿por qué no le dices a tu madre
que te prepare otra cosa y así cambias un poco?
-
No puedo. Lo cierto es que no es mi madre la que me prepara los bocadillos… ¡Los bocadillos
me los preparo yo!
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