El precio a pagar acaba
siendo desconectar con uno mismo y cargarse de obligaciones
Suele ser común escuchar decir a la
gente que los demás no les importan. Que se rigen por sus propios criterios,
que cada uno es como es y que nadie les impide hacer lo que desean hacer. No
obstante, como observador de la conducta humana, creo que eso es lo que quieren
creer, y lo que quieren que los demás crean de ellas. En realidad, lo dicen justamente porque los
tienen en cuenta.
Nadie existe sin entrelazar su vida. Nadie vive
completamente por sí mismo aunque viva aislado. En nuestras mentes están los
demás, están los fenómenos que nos envuelven, están los recuerdos y las
proyecciones, está lo cercano y está lo trascendente. Todo es interser, como
diría el maestro zen Thich Nhat Hanh.
La existencia se basa en la interrelación de todo lo que habita en ella. Por
eso somos seres entrelazados. Vivamos solos o en comunidad, el otro está ahí siempre
presente.
Aceptar nuestra vulnerabilidad en
lugar de tratar de ocultarla es la mejor manera de adaptarse a la
realidad". (David
Viscott)
La alteridad se expresa en dos
formatos: El
otro como ajeno (alius) o el otro como misterio (alter). El primero crea
incomodidad, inquieta o puede llegar a ser un estorbo. El segundo libera del
egocentrismo, abraza la curiosidad de descubrir a una persona y encontrarnos a
la vez a nosotros mismos. Sin embargo, la presencia de ese individuo, o del
grupo, la tribu, la familia, la comunidad, la sociedad, se convierte en un difícil ejercicio entre
ser uno mismo y serlo con los demás.
El jesuita Javier Melloni expresa los tres tiempos de la alteridad, que
consisten en el tránsito entre el “estar en casa”, el “salir de casa” (o el encuentro
con el desconocido que brinda la oportunidad de engrandecernos a través del
diálogo) y el “regreso
a casa” (el que vuelve ya no es el que se fue). Cada encuentro es trasformativo, impacta en
nuestra sensibilidad, mente y corazón. Puede ocurrir también que sea
un desencuentro, un desengaño, un aprendizaje que condicione el futuro de
nuestras relaciones.
Al hacernos con los demás tendemos a
tres conductas defensivas ante el miedo a no encajar o, por el contrario, ante
el temor a quedar diluidos entre los prejuicios sociales y los intereses
ajenos. O
bien nos adaptamos en exceso, o nos rebelamos ante todo, o quedamos encerrados
en nuestro cascarón procurando no molestar al mundo ni que el mundo
nos moleste. Son intentos fallidos de una adaptación natural, es decir, la que
mantiene un sano equilibrio entre vivir y dejar vivir. Entre ser uno mismo sin
dejar de serlo ante los demás y, a la vez, reconociendo a los demás en lo que
son.
De estas tres formas reactivas, la
persona que tiende a adaptarse con desmesura a los demás, a las normas, a las
exigencias del contexto, a lo conveniente, es la que busca afanosamente su
aprobación, la que mantiene la expectativa de sentirse aceptada, reconocida,
perteneciente, amada incluso. Es su compensación por tanta entrega. El precio a
pagar, sin embargo, acaba siendo la desconexión consigo misma, los desengaños
de los demás y cargarse de obligaciones.
Las personas que buscan aprobación viven divididas entre sus
intereses y los ajenos. Les sabe mal decir que no. Se obligan
a ser complacientes o al menos cumplidoras, dignas de confianza, meticulosas y
eficientes. Temen el error o los juicios equivocados y valoran en exceso los
aspectos de sí mismas que se relacionan con la disciplina, la perfección y la
lealtad.
Es un malvivir entre el deseo propio y la culpa de sentir
impulsos prohibidos. La necesidad de ser y la rabia por no
permitírselo (tendría que haber dicho, tendría que haber hecho). El resultado
final de todo este desaguisado tiene tres aspectos a considerar. El primero es
un estado
profundo de tristeza y de agresión a sí mismas. Se autoculpan y a la
vez se apenan de ser como son por su propia rigidez. Esa vida interior se oculta
por vergüenza, mostrando hacia fuera un aspecto de “todo está bien”. La mayoría
de sus sentimientos están bajo control.
El segundo aspecto es la dificultad de
la persona en definirse por sí misma. Acostumbrada a tener tan en
cuenta a los demás, desatiende sus propias necesidades al extremo que desconoce
lo que realmente la complace. La desconexión interior que sufre la desarma
emocionalmente. Lo vive todo para lograr una buena opinión de los demás, se da
forma solo a través de normas, programaciones de tiempo y jerarquías. Su obstinación
y su indecisión ante cambios inesperados las adentra en una personalidad
obsesiva.
En esta vida, la primera obligación
es ser totalmente artificial. La segunda
todavía nadie la ha encontrado. Oscar
Wilde.
El tercer aspecto tiene que ver con el paso del tiempo. Si no
han logrado reconectarse y atender sus propias necesidades, llegará un día en
el que van a preferir estar solas, aisladas, ocupadas de sí mismas, pero a
escondidas, porque la mera presencia de los demás, incluso de su propia
familia, las obliga. Se han acostumbrado tanto a cumplimentar que ya no saben
hacer otra cosa. Por eso prefieren cierta soledad, para no sentirse
obligadas. Ante la presencia de los demás no saben hacer otra cosa que
interesarse por sus necesidades y atenderlas si es posible. No han aprendido a
afirmarse a sí mismas, a poner límites, a defender sus intereses, a mostrarse
flexibles y a romper algunas reglas. Lo resuelven desapareciendo.
Superar la aprobación social, al igual que
cualquier aspecto disfuncional de nuestra vida, pasa por el autoconocimiento y el proceso
de hacerse individuo, de devenir uno, indivisible, íntegro en lugar
de disociado y fragmentado. Se conoce que muchas personas adaptativas en exceso
han sido coaccionadas e intimidadas, fundamentalmente en la familia, para
aceptar las demandas y los juicios impuestos por los demás. Sus formas de
actuar, prudentes, controladas y perfeccionistas, derivan de un conflicto
entre la hostilidad hacia los demás y el miedo a la desaprobación social.
La forma en la que resuelven el conflicto consiste en suprimir su
resentimiento, manifestando un conformismo excesivo y exigiéndose mucho a sí
mismas y también a los demás.
¿Qué
hacer entonces con toda esa ira, ese resentimiento acumulado? Ahí
es donde reside el éxito del proceso de hacerse indivisible, es decir, en la
capacidad de integrar esas partes ocultas. Es un trabajo constante de aprender a
afirmarse sin necesidad de mostrarse, ni reactivamente, ni con
complacencia. Aprender a no cargarse de obligaciones innecesarias, solo por el
qué dirán, o por quedar bien, o porque sabe mal. Aprender a ser más flexibles, a
definirse por sus propios gustos y necesidades, más que por hacerlo todo
“pluscuamperfecto”.
Solo aquello que uno ya es tiene poder
curativo". (Jung)
No obstante, el aprendizaje más difícil de todos será
contactar con esas sombras emocionales tan temidas. Hay que desvelar
las creencias y los miedos ocultos que las sostienen. Sin entrar ahí,
difícilmente podrá haber integración. Muchas personas creen que si sueltan la
rabia, el resentimiento o la ira, provocarán una avalancha sobre los demás de
consecuencias indescriptibles. Se trata de un temor infundado porque en realidad
ocurre todo lo contrario: la persona queda liberada. Desahogar las emociones forma
parte de tenerlas.
En cambio, lo inhumano es tragárselas, dejar que se
conviertan en tóxicas o expulsarlas agrediendo a los demás. Toda
emoción trae consigo información sobre nosotros y sobre el medio. No la podemos
desaprovechar. Otra cosa es cómo la gestionamos, cómo la comunicamos
asertivamente. Cuando somos capaces de hacerlo así, se produce un milagro: allá donde
creíamos que nos despreciarían, nace el respeto y la dignidad.
GANARSE EL RESPETO
‘Hacia un tiempo de síntesis’. Javier Melloni. (Fragmenta Editorial)
‘Las relaciones entre el yo y el inconsciente’. C. G. Jung. (Paidós)
‘La ira: el dominio del fuego interior’. Thich Nhat Hanh. (Oniro)
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