¿Qué no haríamos por verdadero amor?
¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar por evitar el dolor del ser amado? Ahí
aparece el coraje. Porque, en realidad, el coraje no es la ausencia de miedo sino la conciencia
de que hay algo por lo que merece la pena arriesgarse. El coraje nos
permite movilizar energías, sentimientos, emociones y visiones para que podamos
llegar más allá de lo que imaginamos y trascender nuestros propios límites.
Cuando pienso en el poder del coraje,
a menudo recuerdo una anécdota que, en cierta ocasión, me contó el lúcido
escritor argentino Enrique Mariscal
sobre el gran violinista Itzhak Perlman cuando ofreció un concierto en el Lincoln Center de Nueva York. Ignoro si
la anécdota es completamente cierta, pero aunque fuera un relato de ficción, el
mensaje que contiene me parece tan bello y poderoso que deseo compartirlo. El
maestro Perlman es un hombre con serias dificultades físicas para desplazarse
ya que sufrió toda su vida las graves secuelas de una poliomelitis que contrajo
en su infancia. En consecuencia, incluso
hoy en día la tarea de llegar a lo alto del escenario es dificultosa para él y
necesita tocar el violín sentado. Aquel día y frente a una multitud de personas
que esperaban poder escuchar su virtuosismo, se desplazó con visibles molestias
hasta su lugar en el escenario y alcanzó fatigado su silla ante una platea
expectante y llena a rebosar. Se sentó cuidadosamente, dejó a su lado las
muletas y desabrochó todos los aparatos que sujetaban sus piernas y cintura.
Entonces, tomó el violín en sus manos, lo acomodó a su barbilla y justo cuando
el director de la orquesta le indicó que comenzara a tocar, ocurrió algo
inesperado y fatal: una de las cuerdas de su violín se rompió.
El público oyó el chasquido y supuso
que inmediatamente se interrumpiría el concierto para poder reparar el
lamentable inconveniente. Pero, para asombro de todo el auditorio, Perlman
decidió que no fuese así. Los asistentes al concierto se conmovieron cuando
Perlman indicó al director que continuase. Fue entonces cuando el gran
violinista cerró los ojos y continuó tocando como si estuviera en las mejores
condiciones instrumentales y anímicas, con total entrega y compromiso con la
música y su auditorio.
Debemos decir, llegados a este punto,
que no es técnicamente posible interpretar una obra sinfónica solamente con las
tres cuerdas de un violín, excepto para el genio, la maestría y el coraje del
maestro Perlman que inspirado y entregado a su trabajo, extrajo espontáneamente
preludios armoniosos que dieron una insólita belleza y valor a su
interpretación.
Al concluir su interpretación, el
público quedo intensamente conmovido, perplejo, en profundo silencio. En un
instante todos se alzaron y el auditorio se llenó aplausos, silbidos y vítores
que manifestaban el entusiasmo de aquellos cientos de personas emocionadas en
la expresión de su reconocimiento y admiración. Cuentan que entonces el maestro
Perlman extrajo un pañuelo de uno de sus bolsillos, limpió el sudor que bañaba
su rostro y en un gesto de profunda gratitud, se inclinó hacia delante para
luego levantar el arco y sosegar la euforia del público. Tras unos segundos en
los que el silencio volvió a apoderarse de la sala y frente a la expectación de
todos, Perlman les miró y dijo, pensativo y reverente: “¿Saben
lo que ocurre?… Hay momentos en los que la tarea del artista es saber cuánto
puede llegar a hacer con lo que le queda”.
Y ésa, la cuestión que Perlman
trasladó a su auditorio, es la que quizás debiéramos trasladarnos continuamente
a nuestras vidas: ¿Qué podemos hacer con lo que tenemos, con lo que nos
queda? Si tenemos en cuenta que siempre nos faltará algo, que
siempre habrá algo que mejorar, que muchas veces deberemos interpretar nuestras
piezas en la vida con una cuerda de menos en nuestro violín… Aquí, en esta
capacidad de entregarnos a la vida con lo que tenemos ahora, incompletos,
frágiles, aparece el coraje: ¿Qué podemos hacer con lo que nos queda?
Perlman continuó su interpretación por
respeto, con coraje y entrega, como decía Platón. Tuvo en cuenta que su público
había pagado mucho dinero o que había viajado desde muy lejos para verle actuar
y porque no quería ni podía defraudarles. Y es que, probablemente, no puede haber verdadero coraje
sin amor.
Álex
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