Cada relación de pareja es un
universo. Pero en todas, la constante es el cambio. Aunque cada una de ellas
tiene su tempo y sus particularidades, todas pasan por diferentes etapas.
Algunas son increíblemente buenas… y otras no lo son tanto. Existen miles de
factores que influyen en estas fluctuaciones. Pero hay pocas cosas que
transformen una relación de pareja tanto como los hijos. Al principio, el
ajuste puede resultar un reto. Un cambio de 360 grados en nuestra manera de
gestionar nuestro día a día. Pero poco a poco, todo encuentra su lugar.
Encontramos un nuevo equilibrio, que a menudo se ve sacudido cuando nuestros
hijos llegan a la adolescencia. Por lo general, durante esta etapa aumentan los
conflictos, las borderías, las salidas de tono, las malas caras y la tensión en
casa. E inevitablemente, todo esto afecta a nuestra relación de pareja. Incrementa
el desgaste, multiplica el cansancio y minimiza la paciencia. Y eso suele
provocar desagradables consecuencias.
Cuando las cosas se ponen feas, terminamos por utilizar a
nuestra pareja como válvula de escape de nuestra propia frustración.
Encontramos carencias y áreas de mejora, nos quejamos de lo que el otro no hace
y de cómo se comporta. Descubrimos nuevas facetas de la persona con la que
hemos construido nuestra vida, y no todas nos gustan. La rutina y la inercia
magnifican este proceso. Pero cuando la pareja se resiente, nuestro mundo
emocional se tambalea. De ahí la importancia de aprender a recuperar ese
necesario equilibrio. Para lograrlo, tenemos que dedicar tiempo a regresar a
los básicos. Lo
más esencial, la clave para mantener cualquier relación de pareja –y de
paternidad compartida– es hacer equipo. Seguro que lo hemos oído
antes. Pero ¿qué quiere decir?
Un equipo “comprende
a cualquier grupo de dos personas o más con pensamientos diferentes que
interactúan, discuten y piensan de forma coordinada y cooperativa, unidas por
un objetivo común”; según dicta la RAE. Lo cierto es que formar
parte de un equipo cuenta con numerosos beneficios. Nos permite compartir la
responsabilidad de cualquier situación, y nos ayuda a resolver los obstáculos
con más confianza y seguridad. Nos hace sentirnos apoyados y ser más precavidos,
pues formamos parte de algo que va más allá de nosotros mismos. También facilita la
toma de decisiones, pues nos invita a incorporar diferentes puntos
de vista que nos ofrecen una perspectiva más amplia.
Además, nos ofrece estabilidad y
refugio en tiempos de crisis. No en vano, la carga de cualquier
conflicto o emoción se divide, y eso la hace más ligera. Los logros son
compartidos, lo que multiplica la sensación de bienestar y alegría. En última
instancia, un
proyecto común nos ayuda a ser más tolerantes, flexibles y respetuosos.
Así, formar parte de un equipo nos lleva a sacar lo mejor de nosotros mismos y
nos ayuda a crecer, superando los obstáculos que nos va poniendo la vida y
superándonos a nosotros mismos en el proceso.
Entrenar,
entrenar, entrenar
“Cualquier poder, si no
se basa en la unión, es débil”, Jean de la Fontaine
El primer paso para hacer equipo con
nuestra pareja es aprender a definir objetivos comunes, como por
ejemplo, qué tipo de educación queremos brindarles a nuestros hijos. E incluso
preguntarnos el uno al otro: ¿Qué tipo de padres queremos ser? No en
vano, cuando los objetivos son claros, nos sentimos más comprometidos e
implicados con nuestra función. Además, pactar cómo queremos abordar ciertos
temas, cuál es la mejor manera de resolver discusiones o conflictos en casa y
la definición de roles –de qué se encarga cada uno- son algunas de las
cuestiones en la que es fundamental llegar a un acuerdo entre los miembros del
equipo. Y si
dedicamos el tiempo necesario a comunicarnos con el otro, podremos establecer
una hoja de ruta que cuente con el beneplácito de ambos.
Sin embargo, a menudo las
circunstancias ponen a prueba la resistencia del equipo. Cuando damos las cosas
por sentadas y nos olvidamos de cuidar y nutrir las necesidades de nuestro
compañero o compañera, dejando de corear el himno y de honrar nuestros colores,
empiezan los problemas. A veces, el desgaste y la distancia transforman a
nuestra pareja en nuestro rival. En alguien que, consciente o
inconscientemente, nos hace la zancadilla en vez de tendernos la mano. Y nos encontramos
formando parte de un equipo disfuncional, marcado por la
agresividad, la hostilidad, la indiferencia… emociones que generan una brecha
cada vez más amplia entre ambos.
Así, entramos en situación de bloqueo. Todo es
motivo de resistencia y de desacuerdo, lo que genera amargas dosis de reproches
y multiplica los obstáculos para lograr nuestros objetivos. Ante esta
situación, hay quien opta por, de algún modo, desertar, aislándose
emocionalmente. O quien, por el contrario, trata de llamar la atención mediante
estratagemas y numeritos varios. Lo cierto es que no resulta fácil reconducir
una situación de estas características, pero hay medidas que podemos tomar… Siempre que
estemos dispuestos a asumir la responsabilidad de iniciar el proceso de cambio.
Sea cual sea el estado de nuestra
relación, está en nuestras manos trabajar por y para la cooperación. No siempre
estaremos de acuerdo con los planteamientos o decisiones de nuestro compañero
en el viaje de la paternidad, pero si mantenemos claro nuestro objetivo
principal –el bienestar de nuestros hijos– y tratamos de salirnos de la maraña
de la emoción, podremos encontrar una vía más equilibrada y serena de gestionar
nuestras emociones y las situaciones que vayan surgiendo. Y eso pasa por volver
a poner en práctica la regla más importante de cualquier equipo: el
entrenamiento.
Resulta indispensable para recuperar o
mantener la complicidad y la compenetración, dos características básicas para
salir airosos de las situaciones de conflicto y tensión. Existen muchos
entrenamientos distintos, pero su esencia podría comprimirse en el conocido
como entrenamiento de las 4 ‘Ces’: cabeza, corazón, cama y compromiso. Para
alimentar la primera ‘ce’, cabeza, necesitamos dedicar tiempo a la comunicación.
Darnos espacios para compartir y conversar, a poder ser fuera de la inercia del
día a día, bien sea tomando un café mano a mano en un bar o simplemente paseando.
Dedicar un espacio semanal para plantear y consensuar decisiones también
resulta muy útil.
Para cuidar la segunda ‘ce’, corazón,
resulta fundamental verbalizar de vez en cuando lo que significa nuestro
compañero para nosotros, recordarnos –y recordarle– sus cualidades y
todas aquellas cosas que nos gustan y valoramos de él. Aunque lo creamos, no
todo se da por sobreentendido. La tercera ‘ce’, cama, significa mucho más
que lo que sugiere la obviedad. Implica desarrollar la ternura, el cariño, la ‘mimoterapia’.
En este terreno entran los besos -¿cuánto tiempo hace que no damos o recibimos
un beso con todas las letras?- y las caricias. Podemos marcar una cita al mes,
hacer algo diferente que nos ayude a reconectar la intimidad, dando espacio a
la piel. Por último, la cuarta ‘ce’, compromiso, lo tiene todo que ver con reinventarnos,
yendo más allá de nuestra zona de comodidad cuando sea necesario para volver a
reencontrarnos con nuestro compañero.
Ganar
el partido
“No hay problema que no
podamos resolver juntos, y muy pocos que podamos resolver por nosotros mismos”,
Lyndon
Johnson
Llegados a este punto, cabe apuntar
que la salud de un equipo se mide en base al sentido de pertenencia que tienen sus miembros,
además de la
solidaridad que expresan el uno con el otro. Lo que significa que
cuando uno no llega, el otro toma el relevo, y siempre tratan de solucionar sus
diferencias. Compartir valores, actitudes y principios fortalece a un equipo,
de ahí la importancia de cuestionar los nuestros y ponerlos en común con
nuestra pareja. Una vez establecidas las reglas básicas del juego, viene la
parte difícil: ponerlas en práctica y ser constantes. Eso pasa por hablar,
limar, creer, crecer y reconstruir. A pesar del reto diario que suponen, muchas
veces, nuestras circunstancias y la paternidad compartida.
Ésa es la única manera de ganar el
partido. El resultado no se mide en goles, canastas ni ‘sets’. El premio es
algo más intangible, y está conectado al goce de jugar. Porque
cuando hacemos equipo con nuestra pareja, y entrenamos los suficiente, ganamos
en solidez, estabilidad y en capacidad de amar. Este aprendizaje nos lleva a
abandonar la creencia de que nuestra felicidad depende de factores externos. Y
es que más allá de nuestras reacciones impulsivas e inconscientes, el verdadero
amor se fundamenta sobre la responsabilidad y la consciencia. Así,
¿a qué esperamos para hacernos ‘fans’ de nuestro equipo?
En
clave de coaching
- ¿Qué actividades nos ayudarían a mejorar la comunicación con nuestra pareja?
- ¿De qué manera estás siendo cómplice de la felicidad de tu pareja?
- ¿Qué acciones y decisiones has tomado últimamente que demuestran que haces equipo con tu pareja?
Libro recomendado
‘El buen amor en la pareja’, de Joan
Garriga (Destino)
© Extracto del artículo publicado en
el suplemento de La Vanguardia ‘Estilos de Vida’ (ES)
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