Hace dos años, en el vestíbulo de la
estación L´Enfant Plaza del metro de la ciudad de Washington, a muy temprana
hora de la mañana, un hombre de vaqueros y camiseta desenfundó su violín,
colocó su sombrero en el suelo para recibir los donativos y comenzó a tocar.
Permaneció por un espacio de cuarenta
y cinco minutos interpretando seis piezas de Bach. En ese lapso, pasaron por el
lugar más de mil personas, de las cuales, siete se detuvieron a escucharlo por
unos minutos y veintisiete le dejaron algo de dinero (concretamente, treinta y
dos dólares). Todo lo anterior no
tendría nada de extraño, si quien estuviera tocando fuera un músico callejero
cualquiera, pero se trataba de Joshua
Bell, uno de los violinistas más afamados del mundo y a quien se lo
considera un superdotado. El violín con el que tocaba era un Stradivarius de su
propiedad valorado en tres millones de euros (sonido inigualable) y la música
que interpretó fue magistral. El periodista que ideó este experimento social y
luego escribió un artículo al respecto, fue galardonado por este trabajo con el
Pulitzer en el año 2008.
¿Qué
pasó con la gente que circuló por dónde estaba Bell esa mañana? Sorprende ver el video. La gente pasaba a su
lado sin detectar la belleza de aquella melodía extraordinaria, a excepción
de algunos niños que repararon en el
músico e intentaron quedarse pero sus madres los arrastraron rápidamente.
Mientras tanto, Bach sonaba en todo se esplendor ante una audiencia sorda, inmutable y acelerada. La conclusión es
triste: la
vida a veces pasa de largo, acontece como si la cuestión no fuera con nosotros.
Estamos físicamente presentes, pero nuestro cuerpo y nuestra capacidad de
apreciación y “degustación” parecen
disociados. No tenemos tiempo ni espacio para el paisaje. No sé si somos pobres
de espíritu, ignorantes musicales o personas insensibles que han pedido el
rumbo, pero aquel día y en aquel lugar, la gente no captó el esplendor y la
gracia. Durar
no es vivir. Nos mantenemos desatentos casi siempre y en una
situación casi esquizofrénica entre quienes somos y quienes aparentamos ser. En
lo más profundo de cada uno está latente la verdadera esencia nuestro ser que punga por salir, pero en lo
superficial, en la conducta manifiesta, ocurre el automatismo y la mecanización
de la mente.
Estar conectado al espíritu y a la propia sensibilidad no es una estupidez: mantenerse en contacto permanente con el
propio yo es la virtud de las mentes libres. ¿Cuántas cosas
realmente hacemos “conscientemente” en lo cotidiano? ¿Por qué los hechos a
veces pasan de largo y ni siquiera nos tocan? ¿Acaso no estamos inmersos en el
movimiento de la vida? La belleza esta a nuestro alrededor, el encanto la
existencia se nos exhibe descaradamente y sin embargo nuestra capacidad de percepción está
embotada o embolatada. Admiramos muchos más a un automóvil último
modelo que un amanecer o el abrazo de un hijo ¿Cuándo fue que perdimos el
norte? Quizás
cuando le hicimos demasiado caso a las agencias de socialización o cuando nos
dejamos seducir por el mercadeo de una felicidad envuelta para regalo y lista para consumir.
Lo que queda claro, es que todos los días, a cada momento, a nuestro alrededor
ocurren eventos de todo tipo que podrían asombrarnos y no los vemos, no los
sentimos, no los procesamos. Los maestros espirituales de todo el mundo y a través de todos los tiempos han dicho una
y otra vez: “¡Despierta!”,
y la respuesta, tristemente, ha sido la misma: un bostezo. Insisto: en algún
momento de la evolución se detuvo en nosotros el impacto de la sorpresa y por
desgracia se instaló la modorra intelectual y afectiva, es decir, hubo una
involución, en la cual, sobrevivir se hizo más importante que vivir… Y no nos
damos cuenta.
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