“Es imposible ganar sin
que otro pierda”, Publio
Siro
La competitividad es la madre
de la ambición. Bajo sus dictados buscamos tener más, ser mejores, llegar los
primeros. Como si de una semilla de hiedra se tratase, echa raíces en lo más
hondo de nuestro interior y se extiende inexorablemente por todos los ámbitos
de nuestra vida. Lo cierto es que nos gusta ganar. Es un impulso primario que
estimula la producción de adrenalina y la descarga de serotonina, lo que nos
lleva a sentirnos tan excitados como satisfechos. Una droga natural de la que
siempre queremos más. Sin embargo, esta amante del juego tiene dos caras. Una exalta el
espíritu de superación, ese instinto que nos lleva a dar lo mejor de nosotros
mismos ante los retos que nos impone la vida. La otra, carente de escrúpulos,
nos ciega ante todo lo que no sea lograr la meta que nos hemos fijado.
Desde nuestra más tierna
infancia aprendemos a respetarla, incluso a venerarla. El proceso comienza a
través de los juegos que compartimos con nuestros hermanos, amigos o compañeros
de clase. No en vano, casi el 100% de los deportes y actividades recreativas
creadas por el hombre se basan en una competición de unos contra otros en la
que siempre hay un solo ganador. Lo mismo sucede en el ámbito académico, en el
que recibimos ‘notas’ que nos posicionan
como los ‘primeros’ o los ‘últimos’ de la clase. Las
calificaciones tienen repercusiones, no sólo en la escuela y en las
posibilidades de perseguir la carrera profesional que anhelamos, sino también
en casa, donde a menudo se nos premia o se nos castiga en base a los excelentes
o suspensos que recibimos. Así, desde muy pequeños aprendemos a practicar la
competición, bien con nosotros mismos o bien con aquellos que nos rodean.
No importa si competimos de
forma individual o como equipo. En toda competición, nuestro contrincante tiene
la función de estimularnos a perfeccionar nuestras habilidades, capacidades y
rendimiento con el objetivo de salir victoriosos del encuentro en el que
medimos nuestras fuerzas. Se trata de una herramienta útil y necesaria, que
contribuye al avance en campos tan dispares como la investigación médica o el
deporte de élite. En términos de competición, no hay mucha diferencia entre
lograr un premio Nobel o una medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Parece que
lograr ese ansiado primer puesto es sinónimo de triunfo, de poder, de la
posibilidad de optar a una vida mejor e incluso de llegar a ser una persona
mejor. A
menudo asumimos que esta forma de funcionar nos acercará al santo grial de la
felicidad.
De ahí que para muchos, la vida se convierta en una carrera. A
veces de obstáculos; otras de velocidad y en ocasiones, de fondo. El elemento
común que todos compartimos es que vamos corriendo. Queremos llegar antes que
los demás, cruzar la meta y obtener el trofeo prometido. Pero, ¿realmente
competir es siempre la mejor manera de llegar a donde queremos? ¿Cómo nos
sentimos cuando conseguimos lo que nos habíamos propuesto? ¿A dónde nos conduce
la competitividad? Y sobre todo, ¿en qué personas
nos convierte? Tal vez resulte interesante valorar si es más
importante vivir compitiendo…o cooperando. En última instancia, ¿qué nos genera
más satisfacción y mejores resultados?
¿Gana
siempre el primero?
“No existe una mejor
prueba del progreso de una civilización que la del progreso de la cooperación”,
John Stuart Mill
Los expertos afirman que
nuestra necesidad de competir tiene una base “biopsicosocial”. Es decir, que
está determinada por nuestra biología, nuestra psique y los estímulos con los
que nos bombardea nuestro entorno. De hecho, la competitividad es un impulso
que encontramos reflejado constantemente en la naturaleza. Está presente en
todo tipo de animales, incluso entre los insectos, tal como se explica en el
documental de la BBC Supersociedades, del científico y naturalista David Attenborough.
Uno de los casos más interesantes está ilustrado por una especie de abejas que
literalmente termina destruyéndose a sí misma por competir en vez de cooperar.
Se trata de una colonia regida por la tiranía de una reina que impide que se
desarrolle el respeto y la igualdad entre el resto de sus miembros.
Todo comienza en primavera,
cuando una reina busca un pequeño agujero bajo tierra donde poner sus huevos.
Al poco tiempo nace una veintena de abejas hembra, que se convierten en los
primeros súbditos de la reina. Bajo sus órdenes, fundan una nueva colonia.
Mientras la reina descansa, las abejas trabajadoras van creando celdas hechas
de cera para las nuevas generaciones. En este punto de su evolución se produce
el primer acto fruto de la competitividad. La reina produce una sustancia
química que reprime el desarrollo sexual de sus descendientes. Así es como goza
del monopolio de la reproducción. Mientras, las otras abejas se dedican a
vigilar y cuidar a la nueva prole de la reina. Algunas salen al exterior para
recolectar néctar y polen con los que alimentar a las larvas. Otras limpian el
enjambre. Y todas ellas actúan según lo que se espera de ellas, construyendo
celdas incansablemente. Así es como en cuestión de semanas la colonia ya cuenta
con más de doscientos miembros, acercándose a su capacidad máxima.
Sin embargo, la reina sigue
poniendo huevos. Y estos ya no contienen la sustancia química que reprime el
desarrollo sexual de la colonia. Las nuevas larvas están destinadas a ser
futuras reinas. Eso sí, este cambio no sólo afecta a los huevos, sino también
al comportamiento del resto de abejas trabajadoras. Algunas empiezan a poner
sus propios huevos. Pero la posibilidad de competencia desagrada tanto a la
reina, que opta por destruirlos uno por uno. Hacia el final del verano se
produce la anarquía en el enjambre. Muchas de las trabajadoras cuyas larvas han
sido destruidas por la reina empiezan a atacarla. Y finalmente la matan. Con la
muerte de la reina se inicia el final de la colonia. Ninguna abeja trabajadora
sobrevivirá la llegada del duro invierno. Antes de que esto suceda, las jóvenes
reinas se habrán marchado del enjambre y terminarán apareándose con alguna
abeja macho. Y al llegar la siguiente primavera, cada una de ellas creará una
nueva colonia, repitiendo este proceso de nacimiento, desarrollo y muerte.
Irónicamente, las nuevas
generaciones de abejas no aprenden de los errores cometidos por sus
antecesoras, con lo que reproducen instintivamente el mismo proceso de
competencia año tras año. En esta misma línea, los seres humanos -con una larga
y sangrienta historia a sus espaldas- se encuentra dividida por el espíritu de
competición. Y en vez de cooperar entre sí al servicio del bien común de la
humanidad, conviven en un clima de constante lucha y crispación. Y a menos que
superemos nuestras diferencias superficiales y aprendamos a compartir desde el
respeto y la igualdad, el conflicto, la guerra y la destrucción van a seguir
protagonizando nuestra forma de relacionarnos.
La
fuerza de la suma
“¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo si pierde su alma?”, Jesús de Nazaret
La competitividad resulta muy demandante. Nos exige una entrega
absoluta y un compromiso eterno. A cambio, nos promete una efímera
satisfacción. Si bien puede resultar útil y beneficiosa, no podemos olvidar su
potencial destructivo. No sólo para las personas de nuestro entorno o nuestros
potenciales contrincantes, sino para nosotros mismos. No en vano, el
problema de la competición es que a menudo nos quedamos ofuscados por el
resultado y terminamos por olvidar lo más importante: disfrutar del juego. De ahí la
importancia de frenar de vez en cuando, tomar perspectiva y plantearnos si eso
que llevamos persiguiendo tanto tiempo –que tanto sudor, esfuerzo y renuncias
nos está costando– es lo que verdaderamente anhelamos, lo que nos va a acercar
a ser la persona que queremos ser. Por otra parte, también resulta clave
cuestionar el significado de la palabra ‘ganar’. En última instancia, ¿en qué
consiste ganar? ¿En llegar el primero o en aprender y saber disfrutar del
recorrido?.
Tal vez sea el momento de plantearnos una alternativa basada en
la fuerza de la suma.
Sólo así podremos transformar la competición en cooperación y en colaboración,
pasando del ‘yo’ al ‘nosotros’. Para lograrlo, el reto consiste en trascender
la necesidad de destacar a nivel individual. Y abrazar la premisa de que juntos podemos
conseguir cosas que solos nos resultarían imposibles.
En
clave de coaching
¿Qué
necesidad tengo de sentirme ‘mejor’ que los demás?
¿En
qué medida competir me impide disfrutar?
Libro
recomendado
‘El Principito se pone la corbata’, de Borja
Vilaseca (Temas de Hoy)
Excelente artículo, yo quisiera abrir el debate sobre la competitividad a nivel nacional en el siguiente link: http://www.elmundoesnuestrameta.com/libro/?p=337
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