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dimarts, 12 de febrer del 2013

El precio de la competitividad. Irene Orce.


“Es imposible ganar sin que otro pierda”, Publio Siro
La competitividad es la madre de la ambición. Bajo sus dictados buscamos tener más, ser mejores, llegar los primeros. Como si de una semilla de hiedra se tratase, echa raíces en lo más hondo de nuestro interior y se extiende inexorablemente por todos los ámbitos de nuestra vida. Lo cierto es que nos gusta ganar. Es un impulso primario que estimula la producción de adrenalina y la descarga de serotonina, lo que nos lleva a sentirnos tan excitados como satisfechos. Una droga natural de la que siempre queremos más. Sin embargo, esta amante del juego tiene dos caras. Una exalta el espíritu de superación, ese instinto que nos lleva a dar lo mejor de nosotros mismos ante los retos que nos impone la vida. La otra, carente de escrúpulos, nos ciega ante todo lo que no sea lograr la meta que nos hemos fijado.
Desde nuestra más tierna infancia aprendemos a respetarla, incluso a venerarla. El proceso comienza a través de los juegos que compartimos con nuestros hermanos, amigos o compañeros de clase. No en vano, casi el 100% de los deportes y actividades recreativas creadas por el hombre se basan en una competición de unos contra otros en la que siempre hay un solo ganador. Lo mismo sucede en el ámbito académico, en el que recibimos ‘notas’ que nos posicionan como los ‘primeros’ o los ‘últimos’ de la clase. Las calificaciones tienen repercusiones, no sólo en la escuela y en las posibilidades de perseguir la carrera profesional que anhelamos, sino también en casa, donde a menudo se nos premia o se nos castiga en base a los excelentes o suspensos que recibimos. Así, desde muy pequeños aprendemos a practicar la competición, bien con nosotros mismos o bien con aquellos que nos rodean.
No importa si competimos de forma individual o como equipo. En toda competición, nuestro contrincante tiene la función de estimularnos a perfeccionar nuestras habilidades, capacidades y rendimiento con el objetivo de salir victoriosos del encuentro en el que medimos nuestras fuerzas. Se trata de una herramienta útil y necesaria, que contribuye al avance en campos tan dispares como la investigación médica o el deporte de élite. En términos de competición, no hay mucha diferencia entre lograr un premio Nobel o una medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Parece que lograr ese ansiado primer puesto es sinónimo de triunfo, de poder, de la posibilidad de optar a una vida mejor e incluso de llegar a ser una persona mejor. A menudo asumimos que esta forma de funcionar nos acercará al santo grial de la felicidad.
De ahí que para muchos, la vida se convierta en una carrera. A veces de obstáculos; otras de velocidad y en ocasiones, de fondo. El elemento común que todos compartimos es que vamos corriendo. Queremos llegar antes que los demás, cruzar la meta y obtener el trofeo prometido. Pero, ¿realmente competir es siempre la mejor manera de llegar a donde queremos? ¿Cómo nos sentimos cuando conseguimos lo que nos habíamos propuesto? ¿A dónde nos conduce la competitividad? Y sobre todo, ¿en qué personas nos convierte? Tal vez resulte interesante valorar si es más importante vivir compitiendo…o cooperando. En última instancia, ¿qué nos genera más satisfacción y mejores resultados?

¿Gana siempre el primero?
“No existe una mejor prueba del progreso de una civilización que la del progreso de la cooperación”, John Stuart Mill
Los expertos afirman que nuestra necesidad de competir tiene una base “biopsicosocial”. Es decir, que está determinada por nuestra biología, nuestra psique y los estímulos con los que nos bombardea nuestro entorno. De hecho, la competitividad es un impulso que encontramos reflejado constantemente en la naturaleza. Está presente en todo tipo de animales, incluso entre los insectos, tal como se explica en el documental de la BBC Supersociedades, del científico y naturalista David Attenborough. Uno de los casos más interesantes está ilustrado por una especie de abejas que literalmente termina destruyéndose a sí misma por competir en vez de cooperar. Se trata de una colonia regida por la tiranía de una reina que impide que se desarrolle el respeto y la igualdad entre el resto de sus miembros.
Todo comienza en primavera, cuando una reina busca un pequeño agujero bajo tierra donde poner sus huevos. Al poco tiempo nace una veintena de abejas hembra, que se convierten en los primeros súbditos de la reina. Bajo sus órdenes, fundan una nueva colonia. Mientras la reina descansa, las abejas trabajadoras van creando celdas hechas de cera para las nuevas generaciones. En este punto de su evolución se produce el primer acto fruto de la competitividad. La reina produce una sustancia química que reprime el desarrollo sexual de sus descendientes. Así es como goza del monopolio de la reproducción. Mientras, las otras abejas se dedican a vigilar y cuidar a la nueva prole de la reina. Algunas salen al exterior para recolectar néctar y polen con los que alimentar a las larvas. Otras limpian el enjambre. Y todas ellas actúan según lo que se espera de ellas, construyendo celdas incansablemente. Así es como en cuestión de semanas la colonia ya cuenta con más de doscientos miembros, acercándose a su capacidad máxima.
Sin embargo, la reina sigue poniendo huevos. Y estos ya no contienen la sustancia química que reprime el desarrollo sexual de la colonia. Las nuevas larvas están destinadas a ser futuras reinas. Eso sí, este cambio no sólo afecta a los huevos, sino también al comportamiento del resto de abejas trabajadoras. Algunas empiezan a poner sus propios huevos. Pero la posibilidad de competencia desagrada tanto a la reina, que opta por destruirlos uno por uno. Hacia el final del verano se produce la anarquía en el enjambre. Muchas de las trabajadoras cuyas larvas han sido destruidas por la reina empiezan a atacarla. Y finalmente la matan. Con la muerte de la reina se inicia el final de la colonia. Ninguna abeja trabajadora sobrevivirá la llegada del duro invierno. Antes de que esto suceda, las jóvenes reinas se habrán marchado del enjambre y terminarán apareándose con alguna abeja macho. Y al llegar la siguiente primavera, cada una de ellas creará una nueva colonia, repitiendo este proceso de nacimiento, desarrollo y muerte.
Irónicamente, las nuevas generaciones de abejas no aprenden de los errores cometidos por sus antecesoras, con lo que reproducen instintivamente el mismo proceso de competencia año tras año. En esta misma línea, los seres humanos -con una larga y sangrienta historia a sus espaldas- se encuentra dividida por el espíritu de competición. Y en vez de cooperar entre sí al servicio del bien común de la humanidad, conviven en un clima de constante lucha y crispación. Y a menos que superemos nuestras diferencias superficiales y aprendamos a compartir desde el respeto y la igualdad, el conflicto, la guerra y la destrucción van a seguir protagonizando nuestra forma de relacionarnos.

La fuerza de la suma
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?”, Jesús de Nazaret
La competitividad resulta muy demandante. Nos exige una entrega absoluta y un compromiso eterno. A cambio, nos promete una efímera satisfacción. Si bien puede resultar útil y beneficiosa, no podemos olvidar su potencial destructivo. No sólo para las personas de nuestro entorno o nuestros potenciales contrincantes, sino para nosotros mismos. No en vano, el problema de la competición es que a menudo nos quedamos ofuscados por el resultado y terminamos por olvidar lo más importante: disfrutar del juego. De ahí la importancia de frenar de vez en cuando, tomar perspectiva y plantearnos si eso que llevamos persiguiendo tanto tiempo –que tanto sudor, esfuerzo y renuncias nos está costando– es lo que verdaderamente anhelamos, lo que nos va a acercar a ser la persona que queremos ser. Por otra parte, también resulta clave cuestionar el significado de la palabra ‘ganar’. En última instancia, ¿en qué consiste ganar? ¿En llegar el primero o en aprender y saber disfrutar del recorrido?.
Tal vez sea el momento de plantearnos una alternativa basada en la fuerza de la suma. Sólo así podremos transformar la competición en cooperación y en colaboración, pasando del ‘yo’ al ‘nosotros’. Para lograrlo, el reto consiste en trascender la necesidad de destacar a nivel individual. Y abrazar la premisa de que juntos podemos conseguir cosas que solos nos resultarían imposibles.

En clave de coaching
¿Qué necesidad tengo de sentirme ‘mejor’ que los demás?
¿En qué medida competir me impide disfrutar?
¿Qué pasaría si convirtiera la competición en cooperación?

Libro recomendado
‘El Principito se pone la corbata’, de Borja Vilaseca (Temas de Hoy)

1 comentari:

  1. Excelente artículo, yo quisiera abrir el debate sobre la competitividad a nivel nacional en el siguiente link: http://www.elmundoesnuestrameta.com/libro/?p=337

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