El hombre antiguo era pacífico y solo se sentía seguro en la manada.
La soledad se solía diagnosticar
como una variante de la depresión. Hoy se le ha reconocido lo que se atribuye a
las nuevas disciplinas: sustantividad propia. El universo de cada individuo está atiborrado de luces que pueden cada una de ellas activar,
neutralizar o retardar el sentimiento de
rechazo o aceptación de los demás.
¿Cómo habían podido las primeras
comunidades sobrevivir un millón de
años desconociendo la naturaleza gravitatoria
de la soledad? La soledad solo surgía cuando se perdía el centro de gravedad, que todo parecía arremolinar a su
alrededor; se alejaba la manada y dejaba al
individuo solo consigo mismo. Si la historia de los sentimientos hubiera precedido a todo lo demás, como hubiera sido lógico, el primer
gran sinsabor, la primera catástrofe,
hubiera sido la expresión de la soledad: la ausencia de algo de lo que todo dependía, como el sentimiento de pertenencia a la manada.
De ahí arranca el origen de la empatía, que
surge como
el acicate principal del comportamiento prosocial. Al contrario de
lo que han predicado la mayoría de los autores y, muy especialmente, el etólogo
austriaco Konrad Lorenz, las tinieblas del
pasado no eran pura violencia y agresividad destilada por la trama genital de los primeros antepasados de los
humanos: los chimpancés, junto a sus allegados opuestos, los bonobos. Los niveles de violencia
heredados, lejos de explicarlos el entramado genético,
resultan ser la pura tergiversación de la experiencia
individual.
La soledad sorprende a la víctima indefensa y totalmente desacostumbrada. Nadie está solo al nacer ni a medida que va creciendo. La naturaleza se
encarga de que tanto en el ejercicio del sexo como en saciar el hambre, prodigar
cuidados o ser sociable se garantice la reproducción y supervivencia. Si lo único que contara fuera la aversión a la amistad y la inclinación a la violencia, los soldados
en la guerra se sumirían en ella con pasión.
Todos los experimentos efectuados
demuestran absolutamente lo contrario: el rechazo inicial al uso de la violencia es innato. Los soldados deben
aprender a
matar si no quieren sucumbir al miedo.
Tal y como sugiere Frans B.
M. de Waal, los
conatos de violencia anteriores a los
grandes asentamientos agrícolas de hace doce mil años se pueden atribuir a mentes degeneradas o efectos
de desórdenes postraumáticos de crisis de estrés. Nuestros antepasados eran, en promedio, gente pacífica que
solo se sentía segura cuando formaba parte de la manada. La soledad no
solo era difícil imaginarla, sino la fuente
de todos los desvaríos y maltratos. Solo la muerte, la pérdida de la encrucijada de regreso o la
expulsión de la manada podían incubar la soledad viciosa y desesperada.
Parece absurdo pretender que la
soledad es la fuente de inspiración, como se ha sugerido tantas veces.
Pero también es absurdo pensar que la soledad condena en todos los casos al ostracismo y la infelicidad.
Anthony Storr, el médico psiquiatra inglés, supo esbozar ese mundo con desusado dramatismo: se refería al testimonio de un prisionero.
¿Puede imaginar
lo que implica ser prisionero para toda la vida?
Los sueños se transforman en pesadillas y se descomponen los
castillos que solo la imaginación sustentaba; solamente
puedes imaginar fantasías y al final aborreces la realidad y prefieres
vivir en el reducto contorsionado de un
rincón que no es real. Se rechazan
las leyes que rigen la vida ordinaria
y se aceptan solo aquellas que determinan
la vida aparte del resto. Pero en tu pequeño mundo no caben ni la luz ni las sombras;
solo hay la oscuridad necesaria para vivir
en un mundo traspuesto y fingido.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada