Vivimos rodeados de palabrería,
mensajes huecos o maquillados. Dicen "desaceleración" por no
pronunciar "crisis brutal": ¿Cómo se arma ese lenguaje? ¿Cómo se
desarma?
En su libro LTI:
La lengua del Tercer Reich, el filólogo e historiador Víctor Klemperer analizó la importancia que tuvieron las palabras a
la hora de imponer el nazismo en la sociedad alemana. En su texto da numerosos
ejemplos que muestran como la elección de determinadas palabras o frases y su
continua repetición se convirtió en una de las principales técnicas de
manipulación en la época. La LTI (Lingua Tercii Imperii) envenenó las mentes
convirtiendo gradualmente ideas que el imaginario colectivo consideraba repulsivas
en conceptos aceptables.
Un ejemplo es la connotación positiva que fue
ganando la palabra fanatismo. Antes de la llegada de Hitler al poder, el vocablo se usaba
peyorativamente. Sin embargo, los nazis consiguieron que el fanatismo acabara
resultando positivo usándolo en expresiones que sugieren audacia y compromiso.
Se hablaba de “valentía fanática”, de “juramento fanático”, de “amor fanático por el pueblo”…En los
últimos momentos, cuando ya la palabra había perdido fuerza, Goebbels (el ministro de Propaganda,
diseñador de las técnicas de manipulación nacionalsocialistas) empezó a hablar
de “fanatismo feroz” para añadirle potencia
al concepto.
El uso del lenguaje como arma de manipulación es,
probablemente, tan antiguo como el ser humano. Y en la actualidad, debido al
impacto mediático que se necesita para mantener el poder, es una estrategia imprescindible.
En nuestro tiempo, los de arriba llaman “indemnización en diferido” a
una nómina que se sigue pagando a un tesorero despedido que amenaza con contar
secretos; “tiquet
moderador sanitario” a pagar por ir al médico de la sanidad pública;
“cese
temporal de la convivencia” a un divorcio en la familia real; “desaceleración”
a una crisis económica brutal; “medidas excepcionales para incentivar la tributación de
rentas no declaradas” a las amnistías fiscales para los ricos; “Ministerio de
Defensa” al que se encarga de mandar al ejército a otros países y “devaluación
competitiva de los salarios” a las bajadas de sueldo. La elección de
las palabras sigue siendo decisiva: los que nombran la realidad controlan cómo entendemos el
mundo.
No sólo es el ámbito de la política. En los
ámbitos intelectuales, por ejemplo, se usa mucho lo que Cantinflas denominaba “inflación palabraria”, es decir, el lenguaje
pomposo como forma de mantener estatus. El físico Alan Sokal ideó hace en 1996 un experimento de campo para demostrar
el efecto persuasor de este tipo de léxico absurdo. Escribió un artículo para
la revista norteamericana Social Test
con un título memorable que ha pasado a la historia de la pedantería: Transgrediendo los límites: hacia una
hermenéutica transformativa de la gravitación cuántica. En él pontificaba
con lenguaje críptico acerca de todo lo que se venía a la cabeza: psicología,
sociología, antropología... A pesar de que se trataba de un pastiche sin
sentido alguno, copiado y pegado de textos que hablaban de temas diferentes, el
artículo pasó la criba del Comité de Selección. Recibió críticas muy elogiosas
de los lectores, que alababan, entre otras cosas, su “claridad de expresión”.
Un mes después, el autor del engendro confesó el
engaño: todo era una broma, nada de lo que se decía en el artículo tenía pies
ni cabeza, no había en todo el texto ninguna teoría, dato o ápice de
información real. Sin embargo, el prestigio del autor podría haber subido si no
hubiera hecho esa confesión. El “Escándalo
Sokal” (así se denominó a los efectos del experimento) revolvió la cultura
académica y puso de manifiesto que la pedantería vacua es otro de los usos
posibles del lenguaje como arma de poder. Las palabras grandilocuentes –aunque
nadie las entienda– realimentan el poder intelectual: se imponen por argumento
de autoridad pero, a la vez, aumentan más aún la autoridad del que las emite.
No es extraño que existan tantos ámbitos sociales
en los que la forma de hablar esté dirigida a la manipulación. Desde pequeños,
estamos condicionados para entender el mundo a partir del léxico que nuestros
padres nos imponen. El psiquiatra Ronald
Laing, autor de Locura, cordura y
familia, afirmaba que todas las familias determinaban, en primer lugar, lo que puede
decirse, es decir, qué aspectos de la vida en común pueden mostrarse
abiertamente y cuáles deben permanecer ocultos y negados porque producen temor.
Y en segundo lugar imponían la forma de hablar de aquellos
temas que no son tabú: el lenguaje adecuado para nombrar el mundo. A partir de
esta teoría, son muchos los investigadores que han determinado cómo influye esa
jerga familiar adquirida en la salud mental de las personas. Un ejemplo: en las
familias de adolescentes que sufren trastornos de alimentación (anorexia,
bulimia, etcétera) se encuentra una mayor propensión a nombrar la obesidad con
apelativos denigrantes y asociar la delgadez con adjetivos positivos. En las
familias de las anoréxicas se califica como “sebosas” a las personas que
pasan algún kilo del peso medio y como “finas” a las que están escuálidas.
El psiquiatra J.A.C.
Brown en su libro Técnicas de
persuasión: de la propaganda al lavado de cerebro afirma que “los intentos de
cambiar las opiniones de los demás son más antiguos que la historia y se
originaron, debe suponerse, con el desarrollo del lenguaje. Antes de que los
hombres hablaran no parece probable que tuvieran opinión alguna que cambiar.
Los pensamientos se crean y modifican fundamentalmente a través de la palabra
hablada o escrita, aunque en el llamado lavado de cerebro las palabras pueden
ser suplidas por malos tratos físicos y en la publicidad comercial por música o
imágenes agradables, es evidente que, incluso en estos casos, las principales
armas son de naturaleza verbal, o en cualquier caso simbólica, y que los
resultados perseguidos son de índole psicológica”.
La familia, el mundo intelectual y la política son
sólo tres ejemplos cotidianos en los que el lenguaje se usa como arma de
manipulación. Hay muchos más: la pareja, la salud mental, el mundo de los
negocios, la espiritualidad, la publicidad, el periodismo… Una de las funciones del lenguaje es la
persuasión: hablamos o escribimos, en muchas ocasiones, para
convencer a los demás de nuestras teorías. Y es muy fácil que esa necesidad
acabe acaparando nuestro discurso y haciéndonos olvidar otras funciones
importantes, como la de trasmitir información o la de empatizar con el otro.
Es en ese momento cuando el lenguaje se convierte en un arma de manipulación.
Por eso es importante estar en alerta y saber cuándo estamos escuchando o
leyendo a una persona cuya mayor motivación es cambiar nuestras ideas. Tener
presentes algunos rasgos del lenguaje manipulador puede ayudarnos a despertar
nuestra mente en esos momentos. Estos son cinco de los signos más característicos de ese
tipo de comunicación maquiavélica:
1 Esconde los
hechos
Se trata de una jerigonza en la que la realidad
desaparece. A veces, el efecto se logra usando técnicismos que hacen
desaparecer el acto en sí: los ejércitos y los grupos terroristas, por ejemplo,
suelen llamar “bajas
colaterales” a los asesinatos de inocentes que cometen. En otras
ocasiones se acude a variaciones que llevan las palabras polémicas a lugares
donde apenas se perciben. Un ejemplo clásico es la importancia de poner delante
lo vendible y detrás lo que queremos ocultar. Lo sabemos desde niños: tenemos
más posibilidades de éxito si le preguntamos a nuestros padres “¿Puedo estudiar
mientras como chuches?” que si la pregunta es “¿Puedo comer chuches mientras estudio?”.
Y sigue funcionando: en el referéndum de 1986 para la permanencia de España en
la OTAN el gobierno jugó con la estrategia de “Lo bueno delante” logrando dar
un vuelco a la opinión pública.
2 Convierte
todos los temas en viscerales
Aldous Huxley decía que las palabras
pueden ser como Rayos X, ya que si se usan apropiadamente lo atraviesan todo.
Para lograr este efecto, es necesario que tengan connotaciones emocionales. En
uno de los libros clásicos sobre lavado de cerebro (Brainwashing. The science of thought control) la científica Kathleen Taylor nos recuerda que “cuando algo provoca una reacción emocional, el cerebro
se moviliza para lidiar con ella, dedicando muy pocos recursos a la reflexión”.
El lenguaje manipulador está preñado de emociones.
Un ejemplo es el abuso de palabras como libertad, independencia, creatividad: los
anuncios de ropa juvenil, los medios de comunicación y los libros de autoayuda
están poblados de frases que utilizan estos vocablos en cualquier contexto
porque son muy efectivos a la hora de activar nuestras emociones y acercarnos a quienes las
pronuncian. Aunque parezca paradójico que los que quieren
convencernos de algo apelen a nuestra creatividad, libertad o independencia, si
estamos sintiendo (y no pensando) nos pueden convencer de ello.
3 Dispone de
un metalenguaje propio
Escuchar nuestras palabras nos hace ponernos en
marcha… aunque no sepamos para qué. Y eso es lo que busca el manipulador: los
adeptos son aquellos que redoblan los esfuerzos aunque hayan olvidado el
objetivo. Por eso todos los grupos utilizan un léxico propio que los distingue, una jerga
que sólo usan los miembros del grupo y prueba su fidelidad a él.
Además, esas palabras tienen que ayudar a dividir
el mundo en exogrupo
(los otros, los malos, los de fuera) y endogrupo (nosotros, los buenos, los de
dentro). Por ejemplo: todos los subgrupos juveniles tienen palabras que definen
a los que no son como ellos. Aprenden a llamar a los demás “pijos, guarros, frikis, perroflautas”
o “empollones”
ayuda a crear camaradería y sentimiento de pertenencia. No importa que el
manipulado no sepa explicar por qué esos nombres van asociados con ciertos
conceptos negativos: lo importante es su uso como activador de la conducta del grupo.
A partir de esas etiquetas, se rompe la posibilidad de empatía y se consigue
convencer a la persona de que los malos son siempre los demás.
4 Carece de
contenido
Sólo hay una manera de no ser criticado: hablar sin
decir nada. Por eso, el lenguaje manipulador recurre frecuentemente
a frases humo, expresiones vacuas que parecen afirmar algo pero en la que ninguno de los
receptores entiende lo mismo. Asociaciones de palabras bonitas del
tipo “siempre
he intentado que mi forma de actuar no sea simplemente vivir día a día. Mis
actos se han guiado siempre por valores éticos que son importantes para el ser
humano” son ejemplos de frases así, que pueden ser suscritas
tranquilamente por asesinos en serie, políticos corruptos o maltratadores. Su
ambigüedad permite que el que la escucha crea estar de acuerdo aunque en
realidad no
comparta nada con el que emite el mensaje.
En esta categoría entran también las expresiones
no refutables, que tienen la ventaja de ser irrebatibles. Por ejemplo: “El mundo se encuentra dominado por poderes ocultos”
es una frase utilizada, en diferentes versiones, por todos aquellos que buscan
manipular. Pase
lo que pase es imposible rebatir esa idea conspirativa. Y eso les permite
a aquellos que intentan imponer miedo pedirnos que dejemos de hacer cosas
aunque no sepamos cuál es la amenaza real. Esta estrategia es la que utilizan,
por ejemplo, muchos padres de hijos adolescentes: “estás
rodeado de gente que te quiere convencer para que vayas por el mal camino”, les
dicen para justificar muchas de sus prohibiciones.
5 No argumenta
La mejor forma de manipular a los demás es
utilizar estrategias retóricas que permitan convencer sin dar razones para ello.
Hay miles de trucos oratorios o escritos destinados a ese fin. Un ejemplo es la ironía.
Repetir lo que ha dicho otra persona mientras se esboza una sonrisa sarcástica
permite quitarle puntos a ese individuo sin necesidad de argumentar. Por
escrito, tiene el mismo efecto el uso de las comillas: “El presidente del “gobierno” afirma que…
“cuestiona la capacidad de dirigir del susodicho”, al igual que la
afirmación “El
escritor que acaba de sacar una novela…” echa por tierra las
habilidades literarias del citado. Y todo eso sin exponer una sola razón para
establecer un juicio crítico. El lenguaje manipulador evita el razonamiento.
Por eso, en última instancia, cuenta siempre técnicas
antiargumento por si falla todo lo anterior. Un ejemplo es el uso de
la palabra demagógico:
en el discurso maquiavélico se llama así a todo argumento con el que el
manipulador no está de acuerdo. Usando únicamente esa palabra (“eso es
demagógico”) se intenta desmontar lo que dice el contrario sin entrar ni siquiera a discutirlo.
Es la última vuelta de tuerca: el lenguaje que sirve para que los otros no puedan
utilizar el lenguaje.
EJEMPLOS DE
MANIPULACIÓN CÓMO CREAR UNA GUERRA CON PALABRAS
En el lenguaje manipulativo es el léxico, las
expresiones y las estructuras lingüísticas son siempre estereotipadas.
Los seres humanos nos parecemos mucho cuando intentamos ser maquiavélicos y por
eso utilizamos una jerga muy similar. Un ejemplo de esto es la imagen espejo
que se produce durante los conflictos. Los dos bandos dicen exactamente lo
mismo y utilizan un léxico muy similar para hablar del contrincante. De hecho,
se pueden definir con precisión los pasos oratorios que llevan a crear una
guerra. La historiadora Anne Morelli lo hace en su libro Principios elementales de la propaganda de guerra (utilizables en caso
de guerra fría, caliente o tibia). Son estos:
1 Nosotros no queremos la guerra y hemos hecho
todo lo posible por evitarla.
2 El adversario es el único responsable de la
guerra.
3 El enemigo tiene el rostro del demonio (o el
monstruo particular de cada época: religioso, político).
4 Nosotros defendemos causas nobles (para eso hay
que enmascarar los fines reales de la guerra).
5 El enemigo provoca atrocidades a propósito: es
cruel. El dolor que nosotros causamos es involuntario.
6 El enemigo usa armas no autorizadas.
7 Nuestras pérdidas son escasas, pero las del
enemigo son enormes.
8 Los intelectuales apoyan nuestra causa.
9 Nuestra causa tiene un carácter trascendente
(sagrado, nacionalista, social,…) No es una cuestión de intereses particulares
nuestros.
10 Los que ponen en duda la propaganda de guerra
son unos traidores.
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