Reconózcanlo. Han leído el título de este artículo
y les ha picado el gusanillo. Y no es porque este reportaje sea trascendental,
ni les vaya a cambiar la vida. Lo cierto es que su decisión, estimados
lectores, ha tenido mucho de irracional y de inevitable: sus cerebros están cableados de serie para
que sean ustedes unos curiosos empedernidos. Y esa voracidad por
saber es lo que los ha empujado a estar ahora mismo embarcados en esta lectura.
Confiesen, ¿no se han preguntado nunca por qué los
insectos van irremediablemente hacia la luz? ¿O de dónde salen esas borlas de
pelusa que aparecen debajo de la cama? ¿Y la arena de la playa, que viene y va?
¿Por qué nosotros, los humanos, no tenemos pelo en el cuerpo y los primates,
nuestros parientes más cercanos, son superpeludos? O ¿cómo es que la luna
parece cambiar de tamaño y el arco iris tiene forma de arco? ¿Hablarán los
perros? ¿A qué se debe la forma de las nubes? ¿Se dan cuenta? Preguntas y más
preguntas. ¿Qué pasa en nuestro cerebro que nos hace ser tan inquisitivos?
Para Luis
M. Martínez, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante
(CSIC-UMH) la respuesta es clara: “No tenemos otra opción que la de ser curiosos, porque
esa es la forma en que funciona nuestro cerebro. Nos encanta saber las respuestas
a las cosas, incluso aunque a veces no supongan beneficio alguno”.
Eso es cierto. Esa necesidad constante de saber
nos empuja a hacer cosas tan poco productivas como leer sobre personas que ni
siquiera conocemos (¿Realmente les importa si Tom Cruise tiene un romance con
Miranda Kerr?); visitar y explorar lugares a los que nunca volveremos –somos
los únicos animales que hacemos turismo-; o aprender a hacer sketchbooking, a
hablar esperanto o a jugar a cricket, aunque ninguna sea una habilidad
directamente útil para nuestra supervivencia.
Pero esa manía nuestra inquisitoria es también lo
que nos ha llevado a la luna, a dar la vuelta al planeta, a desarrollar
antibióticos, a hallar la tumba de Tutankamón, a escribir novelas, a indagar en
la historia, a construir un acelerador de partículas, a descubrir los rayos X,
a redactar artículos como éste, a formular la teoría de la relatividad. Y
hablando de relatividad, decía el físico Albert
Einstein que él no poseía ningún talento especial, tan sólo una curiosidad
insaciable y alentaba a todo el mundo a no dejar jamás de hacerse preguntas.
Porque ese es el motor del progreso de la humanidad. Y, en definitiva, uno de
los ingredientes principales -o tal vez el principal-, que ha hecho que hoy
hayamos llegado hasta aquí.
¿Cosa de
humanos?
La curiosidad no es sólo patrimonio humano, aunque,
eso sí, “somos la especie más curiosa del reino
animal. Y eso es, precisamente, lo que nos hace únicos”,
considera el paleoantropólogo Juan Luis
Arsuaga, codirector de las excavaciones en la Sierra de Atapuerca, que
apostilla que en el fondo tiene que ver con nuestra necesidad y también
capacidad de aprender constantemente, durante toda la vida.
“Los
animales de cachorros, sobre todo los mamíferos, son muy juguetones y eso
permite el aprendizaje. Se pasan el día explorando, como nuestros niños, probando
las destrezas que luego van a necesitar de adultos. Pero una vez conocen las
reglas del juego, su entorno, pierden esa curiosidad”, explica este
experto en evolución humana, que puntualiza que los animales domésticos son un
caso un poco excepcional porque están ‘infantilizados’
Y es que tiene que ser así. Porque, como reza el
dicho popular, la curiosidad mató al gato. Luis
Martínez, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante, cuenta
que los córvidos, los llamados pájaros de “mal agüero”, como los cuervos, los grajos o
las urracas, de polluelos son unos cotillas temerarios. Sólo en el momento en
el que han aprendido lo suficiente sobre el entorno en que viven, su cerebro
desactiva esta capacidad. Off.
“Cuando
estos pájaros son jóvenes no saben con qué pueden alimentarse y se tienen que
arriesgar; pero una vez lo conocen, dejan de probar cosas nuevas, porque se
pueden por ejemplo intoxicar y morir. Lo mismo ocurre con otras conductas. Por
eso hay una especie de fecha de caducidad para la curiosidad”, añade este
experto. ¿Y qué pasa con nuestra especie? Porque somos los únicos que, de
adultos, “aunque
nos volvamos más serios y menos juguetones –considera Arsuaga-, mantenemos cierto grado de curiosidad
infantil toda la vida”. ¿Seremos acaso kamikazes?
Tal vez un poco, aunque no es esa la razón última
de que conservemos ese rasgo de nuestra infancia. Para empezar, debemos
diferenciar entre la curiosidad del resto del reino animal y la nuestra, que “transciende la mera supervivencia”, opina
el investigador ICREA del Instituto de biología evolutiva (CSIC-UPF) Tomàs Marquès, quien estudia el genoma
de los grandes simios y lo compara con el humano para comprender mejor nuestra
propia historia.
“Los
primates son curiosos, sí, pero no se preguntan acerca de cosas abstractas, de
qué hay más allá. Cuentan con un lenguaje pero dudo de que se puedan responder
la pregunta del por qué de las cosas. Un rasgo propio de los humanos es que
gracias a la abstracción de la palabra podemos aprovecharnos de la curiosidad
de generaciones anteriores para saciar nuestra necesidad de conocimiento. Como
cuando los niños pequeños nos interrogan acerca del mundo, por qué pasa esto o
aquello. Y eso los grandes simios no lo pueden hacer, por falta de lenguaje verbal
abstracto”,
razona este investigador.
Curiosidad
para aprender
Que tengamos una mente inquisitiva de por vida que
nos permita interesarnos por todo aquello que nos rodea es posible porque alargamos más
que ningún otro animal el periodo de infancia. Es decir, somos según
una teoría formulada y probada hace más de un siglo en el campo de la biología
del desarrollo, ‘neotenios’, adultos con muchas características juveniles,
tanto físicas como mentales, entre ellas la curiosidad.
Alison Gopnik es una
psicóloga cognitiva de la Universidad de California-Berkely muy conocida por
sus estudios con bebés y ha indagado acerca de esta teoría. Para esta
neurocientífica, el hecho de poder disponer de un período muy extenso de vida
como es la niñez en que nuestros padres cuidan de nuestras necesidades de
supervivencia nos permite mecanismos de aprendizaje más poderosos y eso, a su
vez, nos ayuda a crear modelos mentales consistentes del mundo que nos rodea.
De alguna manera, es como si tuviéramos un bonus extra de tiempo en un
laboratorio para testear la vida antes de salir a jugar de verdad la partida.
A diferencia de los animales, señala Gopnik, que
juegan practicando habilidades básicas como cazar o luchar, los niños se
divierten creando escenarios posibles con reglas artificiales en que van
testeando hipótesis. “Durante la
infancia construimos el cerebro y la maquina cognitiva que necesitamos para
explorar el mundo”, considera esta investigadora.
Para Luis Martínez, del IN, “si no fuéramos curiosos, no podríamos
acumular la información que necesita el cerebro sobre probabilidades de que un
determinado suceso ocurra. Y entonces, nos sería francamente complicado
sobrevivir”.
Y para alentarnos a acumular conocimiento, la
evolución nos ha dotado de un mecanismo muy útil, el placer. De la misma manera
que ocurre con otras conductas que garantizan nuestra supervivencia, como
comer, relacionarnos con los demás o el sexo, básico para la reproducción,
resulta que satisfacer
una curiosidad es gustoso, nuestro cerebro nos recompensa con un
baño de dopamina, un neurotransmisor responsable de la sensación de fruición.
“Es el momento ‘¡ajá!’ o ¡Eureka!’ que te da
subidón, como si hubieras ganado la lotería. Y seguramente es la misma
sensación que experimentas cuando llevas días sin comer y encuentras alimento.
Cualquier proceso cerebral que conduce a la supervivencia está primado con una
recompensa placentera en todos los animales”, explica Martínez.
Además, se ha visto que cuanto más curiosos somos sobre un tema,
más fácil es recordar información. En 2009 un equipo de
investigadores la Universidad de California Caltech publicaron en la revista
Neuron los resultados de un estudio acerca de la curiosidad. Hicieron un
experimento con 19 estudiantes a los que sometieron a preguntas de trivial del
tipo ‘¿Qué
single de los Beatles se mantuvo más semanas en la lista de éxitos?’ O ‘¿Qué
significa dinosaurio?’.
Tras leer cada pregunta, los estudiantes debían
intentar adivinar en silencio la respuesta mientras los sometían a un escáner
cerebral. Los científicos vieron que somos más curiosos cuando sabemos un poquito sobre el
tema y que la curiosidad activaba varias áreas del cerebro
relacionadas con el sistema de recompensas y la memoria. Los investigadores
también se percataron de que si a los participantes les picaba el gusanillo,
eran capaces de aprender más cosas a la vez, aunque no estuvieran en el foco de
su interés.
“La
curiosidad puede poner al cerebro en un estado que le permite que aprenda y que
retenga cualquier tipo de información”, afirmaba Matthias Gruber, principal
autor del estudio, en un comunicado de prensa de Caltech. Y ponía un ejemplo
clarificador: según lo que han descubierto, si eres muy fan de Juego de Tronos
o de Breaking Bad y estás viendo el episodio final, tiempo después te acordarás
no sólo de lo que ocurrió, sino también de qué estabas cenando mientras lo
veías y qué hiciste antes o después. Esto podría ser muy útil de cara al
sistema educativo. Atraer la curiosidad de los chavales abre una ventana al
aprendizaje, defiende Francisco
Mora, neurocientífico y autor de “Neuroeducación.
Sólo se puede aprender aquello que se ama” (Alianza Editorial, 2013).
Por qué no
existe un gen de la curiosidad
De acuerdo, todos venimos de serie con un cerebro
curioso, pero es cierto que hay individuos que lo son más y otros menos. Hay
científicos que han tratado de buscar un sustrato genético en esa diferencia,
ver si esa especie de urgencia que sentimos por saber tiene que ver con nuestro
genoma y han descubierto que hay una mutación que podría tener algo que ver.
Todos los seres humanos contamos con un gen llamado DRD4 que ayuda a controlar
la dopamina, esa molécula del placer que tiene un papel esencial en el
aprendizaje y en el sistema de recompensas interno del cerebro. Al parecer,
existe una variante de ese gen, un alelo, el DRD4-7R, que está relacionado con
una mayor predisposición hacia la inquietud intelectual. Quienes tienen esta
mutación, han hallado estos estudios, son más proclives a tomar riesgos,
explorar nuevos lugares, ideas, comidas, relaciones, oportunidades sexuales.
Pero hay científicos que incluso van más allá y
afirman que este alelo es el responsable de que los humanos decidiéramos salir
de África. Un estudio realizado en 1999 por investigadores de la Universidad de
California halló que esta variación era más común en sociedades migratorias. En
2011 se realizó un nuevo estudio que confirmaba esta idea: descubrieron que
este alelo junto con otro llamado 2R solían ser más comunes en aquellas
poblaciones cuyos ancestros habrían migrado mayores distancias tras el éxodo
africano. ¿Quiere decir que ese alelo es el responsable de la curiosidad? “Ni mucho menos,
son variantes de genes asociadas, pero en ningún caso deterministas”,
matiza Marquès, que es también investigador del Centro Nacional de Análisis
Genómicos (CNAG).
¿Y cómo se
puede explicar, pues, que hay gente más curiosa que otra?
“En
general –explica el neurocientífico Martínez, del IN-, la variabilidad en
cuanto a la curiosidad es como una campana de Gauss [como una U al revés]; la
mayoría de población se sitúa en el centro, suele ser muy curiosa de pequeña y
luego de adulto esa curiosidad remite, puesto que el cerebro ya tiene suficientes
estadísticas del mundo. En el extremo izquierdo se sitúa la gente que no es
para nada curiosa, que se acomoda rápidamente a cualquier información; y en el
derecho aquellos que sienten una curiosidad insaciable”.
Seguramente las mentes más brillantes estén en ese
último extremo, inquisitivas insaciables. Son también las más atrevidas y
temerarias, las que se lanzan a explorar el mundo sin saber qué hay más allá.
Aunque les cueste la vida. Pero “son los que van a
hacer que la sociedad avance, evolucione, porque se van a atrever a probar
cosas nuevas, a diferencia de la mayoría de la población. Desde un punto de
vista evolutivo, tiene que ser así. Si nadie se hubiera atrevido en las
sociedades cazadoras recolectoras a probar cosas nuevas, los recursos se hubieran
acabado y todos hubieran muerto de hambre. Pero si todos se hubieran arriesgado
a comer alimentos desconocidos, probablemente muchos hubieran muerto
intoxicados. La naturaleza busca un
cierto equilibrio, así se garantiza la supervivencia de la especie”,
añade Martínez.
Eso sí, o la curiosidad se estimula de adulto o… se pierde.
Cuanto más acomodemos el cerebro a un tipo de comportamiento, menos curioso va
a ser. En cambio, cuanto más lo acostumbres a buscar respuestas
alternativas, mayor curiosidad conservará. “Esa es una de las razones por las que la
educación convencional no funciona. Porque acomoda a los niños a una única
respuesta continua y los fuerza a perder la curiosidad, lamentablemente”,
considera el paleoantropólogo Juan Luis
Arsuaga.
Yin y yang
Quizás, este impulso que sentimos por explorar
cuestiones para las que no tenemos respuestas es uno de los rasgos que nos
definen como seres humanos. “Hay diferentes áreas en ciencia que intentan abordar la
complejísima cuestión de qué define la humanidad. Y una de las cuestiones que
toman en consideración es la curiosidad, aunque es sólo una hipótesis”,
comenta Tomàs Marquès, del IBE.
Para Svante
Pääbo, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, ubicado
en Leipzig (Alemania), que, como Marquès, usa la genética para estudiar los
orígenes del ser humano, la curiosidad propicia que “saltemos límites, nos adentremos en nuevos
territorios, incluso cuando tenemos recursos donde estamos. Otros animales no
lo hacen. E incluso hay humanos que
tampoco”. De hecho, puntualiza Marquès, los neardentales
estuvieron en el mundo durante cientos de miles de años pero no se expandieron.
Tampoco los chimpancés.
Y en cambio nosotros conquistamos el mundo. ¿Qué
nos sacó de África, nos hizo caminar por territorios desconocidos? ¿Qué nos
empujó a echarnos a la mar sin saber qué había más allá? ¿O construir naves
para ir a Marte? “La
curiosidad ha tenido que ser un factor muy importante en nuestra evolución. No
es sólo un tema de capacidad intelectual, de lenguaje, de cooperación. Para llegar hasta donde estamos, tiene que
haber algo fundamental, que es que te preguntes qué hay más allá, con los
peligros que comporta”, considera Marquès.
Seguramente, nuestra biología se caracteriza por
una especie de yin y yang constante. Tenemos ventajas que nos cuestan compensaciones.
Vivimos muchos años, pero enfermamos. Tomamos riesgos para avanzar; algunos fracasan,
incluso mueren. Pero
otros abren nuevos caminos y son los que hacen que la sociedad avance.
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