Antonio Blay Fontcuberta
Querido jefe:
No sé si lo has pensado alguna vez, pero cuando un
niño llega al mundo, sus posibilidades de realización y de logro tienen un
techo infinitamente mayor que cuando ya han pasado sólo cuatro años de su vida.
Siguiendo el promedio que te mencionaba en mi carta anterior, el día que cumple
cuatro años ¡ya ha oído casi cincuenta mil veces la palabra «no»! Entonces, de
manera inconsciente, el niño ya ha puesto a una altura determinada el techo de
los logros de su vida.
Cuando nacemos, no tenemos más techo que el cielo.
Pero a base de tragarnos «impulsores» empezamos a fijar una altura límite: a
dos metros, a doscientos, a dos kilómetros, a doscientos mil... o a dos palmos
del suelo, lo que nos llevará a arrastrarnos por la vida, a sobrevivir más que
a vivir, a tener que «ganarnos la vida» porque creemos que está perdida.
Nacemos con un potencial increíble de aprendizaje
y desarrollo. Pero nos vamos adecuando a la realidad que nos imponen. Para un
niño, sus padres y los adultos en general son como dioses, personas que miden
tres veces más que él y a las que no le queda más remedio que obedecer si
quiere sobrevivir.
Imagínate cómo reaccionarías si apareciese ante ti
una persona que midiera más de cinco metros de altura y que te espetase a un
palmo de la cara y con una voz profundamente grave: «¡Calla y come!». Seguro
que comerías... lo que fuera.
La historia personal de cada uno nos lleva
entonces a definirnos, a significarnos y a ser individuos, esto es, únicos,
diferentes del resto. Aunque, jugando con las palabras, bajo la apariencia de
individuos hay muchísimos «dividuos», es decir, seres humanos que viven
divididos entre lo que son y lo que quieren ser, entre lo que deben y lo que
quieren, que viven vidas partidas en múltiples yoes que aparecen y desaparecen en
función del entorno en que se encuentren, de las circunstancias y del estado de
ánimo. Y el resultado final de un ser humano que se vive fragmentado es... ¡que
acaba hecho pedazos!
El problema es que a muchos seres humanos se les
trata como dividuos, haciéndoles creer que son objetos en lugar de sujetos, que
son...
...prótesis: el cerebro de otro (pensar), los
brazos-manos-piernas de otro (hacer), el corazón de otro (sentir), hasta el
falo de otro (ser su símbolo de poder);
...arma arrojadiza: para hacer daño a otro,
amenazarlo o hacerlo sufrir;
...objeto de placer y/o abuso: por puro
voyeurismo, por acoso sexual, etc.;
...objetos de decoración y menaje: espejos en el
que los demás proyectan sus miedos, defectos, inseguridades y frustraciones.
Armarios que se tragan las prendas de un pasado apolillado; floreros (para
decorar y nada más); cuadros (siempre muy colgados); alfombras, papeleras,
detergentes con los que lavar el pasado, etc.;
...herramientas y utensilios de bricolaje:
utilizados como lubricantes (en la relación con otros) o bisagras (sin los
cuales la relación de otros dos no se aguanta), martillos, taladros, pestillos,
etc.
Si me vivo como un objeto, si estoy o me defino
siempre según la función que realizo para los demás, no podré responder nunca
con propiedad a la pregunta: ¿quién soy? (como mucho podré saber qué soy...).
Así que...
LA FELICIDAD SÓLO LLEGA CUANDO NO SOMOS OBJETOS DE
OTROS, SINO SUJETOS DE NOSOTROS MISMOS.
Sujetos en el sentido de individuos y de
«aferrados» a nuestra propia vida.
Ser individuo es el primer paso para ser persona.
Porque ser persona implica además un proceso. Creo que nadie ha definido tan
brillantemente lo que es ser persona como Virginia Satir:
1. Concederme el permiso de estar y de ser quien
soy, en lugar de creer que debo esperar que otro determine dónde debería estar
yo o cómo debería ser.
2. Concederme el permiso de sentir lo que siento,
en vez de sentir lo que otros sentirían en mi lugar.
3. Concederme el permiso de pensar lo que pienso y
también el derecho de decirlo, si quiero, o de callármelo, si es que así me
conviene.
4. Concederme el permiso de correr los riesgos que
yo decida correr, con la única condición de aceptar pagar yo los precios de
esos riesgos.
5. Concederme el permiso de buscar lo que yo creo
que necesito del mundo, en lugar de esperar a que alguien más me dé el permiso
para obtenerlo.
La redefinición de uno mismo o una misma hasta
convertirse en persona es normalmente la consecuencia de haber realizado un
buen trabajo de escucha y de análisis personal. Es entonces cuando tomamos
conciencia de lo que somos y de nuestras competencias. Es decir, llegamos a ser
personas conscientemente competentes.
Del dividuo a la persona conscientemente
competente hay un camino largo, como el que recorre el practicante de artes
marciales desde su iniciático cinturón blanco hasta el cinturón negro décimo
dan, que sólo ostentan los verdaderos maestros y al que se llega no sólo por el
dominio experto de la técnica, sino por la maestría y la simplicidad que nace
de la verdadera y profunda sabiduría.
Te envío un fuerte abrazo y te deseo una pronta
recuperación (en todos los sentidos: si te recuperas a ti mismo, te recuperarás
de todo lo demás).
Álex.
P. D. «Procura que el niño que fuiste no se
avergüence nunca del adulto que eres», oí en cierta ocasión. Te traslado este
pensamiento, que en su día fue para mí un auténtico regalo.
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