La perfección ha cautivado a miles de seres
humanos desde el inicio de los tiempos. Su búsqueda ha inspirado algunos de los
actos más bellos y de los más terribles de la historia. Desde las más hermosas
representaciones artísticas a la segregación del apartheid, de la música o los
juegos olímpicos a las ideas sobre superioridad racial de Adolf Hitler. Como
una fuerza imparable ha ido empapando el tejido social, marcando la pauta sobre
la imagen ‘perfecta’,
la casa ‘perfecta’,
la familia ‘perfecta’,
el trabajo ‘perfecto’,
la pareja ‘perfecta’,
el hijo ‘perfecto’,
la madre ‘perfecta’…
En definitiva, sobre todo aquello a lo que deberíamos aspirar para tener una vida ‘perfecta’.
El santo grial que anhelan millones de seres humanos. Lamentablemente, en la
incesante búsqueda muchos olvidan que una ‘vida perfecta’ no siempre equivale a una vida feliz.
Entonces, ¿qué es la perfección? ¿En qué consiste?
Y aún más importante, ¿en qué personas nos convierte? Según el
diccionario, la perfección se define como “completa ausencia de error o defecto”, es
decir, aquello absolutamente libre de taras. Pero, ¿quién decide lo que es un defecto y lo que
no lo es? Hay demasiadas variables y factores. Lo cierto es que cada
persona tiene su particular definición de perfección. Y ésta afecta a nuestra
existencia en muchos niveles. A veces se manifiesta con más ahínco en una determinada
parcela, como la estética o el orden de la casa, nuestra propia imagen física o
la presentación y contenido de nuestros trabajos. Especialmente valorada en el
terreno profesional y codiciada por muchos, nos arrastra a permanecer siempre alerta.
Se trata de un rasgo muy útil para enfrentarnos a los retos del día a día y
salir airosos de la contienda.
No en vano, la perfección es puntillosa e
intolerante ante los fallos. Se desmarca de la norma, de la media, de la
mediocridad. Destaca
por mérito propio. Nos ofrece algo por lo que salir de nuestra zona
de confort, algo por lo que merece la pena arriesgar, por lo que luchar. Nos
lleva a trabajar por ser mejores. Por no conformarnos ni contentarnos, por ir
siempre más allá. Nos compromete con la excelencia, en todo aquello que somos y
hacemos. Y eso nos ofrece una certeza y una seguridad que se refleja en la
manera en la que nos relacionamos con cualquier obstáculo que nos pone la vida.
Además, nos ofrece un objetivo vital, una meta por la que trabajar. Sin
embargo, tiene un lado oscuro. La perfección, como la manzana de Blancanieves, es un
regalo emponzoñado. Es llamativa, jugosa, deseable. Pero en su sabor
se perciben los rastros amargos del veneno. Nuestro constante afán de
perfección nos hace fijarnos especialmente en todas aquellas cosas que no
cumplen con nuestro particular estándar, es decir, todo lo que de un modo u otro resulta
‘imperfecto’.
El síndrome
del ‘Homo Perfectus’
“El perfeccionismo es la voz del
opresor”, Anne
Lamott
Miremos donde miremos, siempre hay cosas que
mejorar. Agujeros que tapar, conflictos por resolver, manchas que lavar, cosas
que arreglar… Pero el hecho de centrarnos en lo que no está suficientemente
bien hace que a menudo pasemos por alto o demos por hecho todo lo que sí
funciona en nuestra vida. La perfección es como una lupa, magnifica algunos
aspectos de nuestro día a día y como resultado, minimiza otros, por lo que limita nuestra
perspectiva. Está cuajada de rigideces, de creencias estancas de lo
que tiene que ser. Y entre sus consecuencias, destaca la que podríamos
denominar como el síndrome del ‘homo perfectus’. Suele dar como
fruto a personas estrictas, poco flexibles, con tendencia a imponer su criterio
y marcar el ritmo con mano de hierro. No en vano, en la perfección no cabe el
gris, está hecha de blancos y negros. Resulta difícil ‘ver al otro’ –comprenderle,
escucharle de verdad– cuando vivimos centrados en convencerle de lo que según
nuestro criterio tiene que hacer para mejorar.
El ‘homo perfectus’ es un ser tan meticuloso
como riguroso. Puede llegar a ser obsesivo en cierta medida. Le cuesta reconocer sus propios defectos,
puesto que vive volcado en encontrarlos en los demás y en el mundo que le
rodea. Es alguien intransigente, que se castiga duramente cuando
comete un error, y que traslada ese nivel de exigencia a los demás. Alguien que
ha olvidado el significado de relajarse y hace años que no practica tan
necesaria inactividad. Alguien que siempre tiene cosas que hacer porque el
tiempo no alcanza para arreglarlo todo. Alguien que no sabe delegar con facilidad
–porque para hacer las cosas bien tienes que hacerlas tu mismo-. Así, quienes
padecen del síndrome del ‘homo perfectus’ suelen ser comprometidos,
responsables y eficientes. No se contentan con casi nada. Eso hace que se
conviertan en motores de expansión. En cualquier ámbito o industria, la
búsqueda de la perfección ha dado generosos frutos. Es una tendencia positiva
de cara a la sociedad, pero puede resultar muy destructiva a nivel personal y
relacional. Con el tiempo, el ‘homo perfectus’ se puede convertir en un ser
atormentado. Nada
le satisface y (casi) todo le molesta.
No en vano, la búsqueda de perfección nos lleva a intentar
cambiar lo que nos rodea. Y eso incluye a las personas de nuestro
entorno más cercano. Tratamos de moldearlas para que se adapten a nuestras
expectativas y necesidades, sin muchas veces tener en cuenta las suyas propias.
Tenemos las ideas tan claras que arrollamos todo lo que no encaja en nuestro
particular escenario ideal. Queremos que encajen todas las piezas del puzle,
aunque tengamos que hacerlo a la fuerza. A veces, a pequeña escala, lo
logramos. Pero inevitablemente hay asuntos que no están en nuestra área de
influencia. Y eso nos genera tremendas dosis de frustración, que terminan por
salpicar a quienes tenemos más cerca. Lo cierto es que no es sencillo
relacionarse con alguien crítico y crónicamente insatisfecho. La espontaneidad
se evapora, y con ella parte del disfrute de vivir. Los roces se multiplican y los vínculos se
debilitan hasta resquebrajarse. Incluido el que mantenemos con
nosotros mismos.
Orden y caos
“La perfección se logra no cuando no
hay nada que agregar, sino cuando ya no hay nada que obtener”, Antoine de Saint-Exupery
Existe un abismo entre aspirar a ser mejores cada
día y creer que nunca nada es suficiente. La frustración es un lastre muy
pesado, que ensombrece cualquier logro o éxito. Es el precio de la búsqueda de
la perfección. Siempre queremos más. Sin embargo, es un camino que puede
resultar devastador. Especialmente porque nos lleva a vivir desde la carencia y la escasez,
lo que perpetúa el círculo vicioso. Imaginemos por un momento que entramos en
una estancia oscura, en la que únicamente brilla la llama de una vela en el
centro de la misma. Podemos quedarnos abrumados y asustados ante la oscuridad y
las temibles sombras que se proyectan en las paredes, o centrarnos en la luz
cálida que desprende ese fuego diminuto, sintiéndonos reconfortados. Nuestra
experiencia en la habitación se verá determinada por dónde decidimos centrar nuestra atención.
Lo mismo sucede en nuestro día a día. De ahí que quien vive mirando lo que
falta en vez de lo que hay se esté condenando a una existencia muy pobre.
Pero, ¿por qué se desata en nosotros esa búsqueda
de perfección? La realidad es que a menudo cuanto más imperfectos nos sentimos
por dentro, más tratamos de perfeccionar lo de afuera. Buscamos el orden en el
caos. Vinculamos nuestra identidad y nuestras aspiraciones a esa perfección
subjetiva. Estamos convencidos de que la vida de fulanito sería mejor si
cambiara o se comportara de un modo distinto… Sin embargo, ¿es eso cierto al cien por cien?
Tal vez desde nuestro punto de vista su vida sería más ‘perfecta’, pero ¿él sería más
feliz? La perfección despierta la arrogancia y el sentimiento de
superioridad. Lamentablemente, la prepotencia de creer que nuestra manera de
hacer las cosas es la mejor y que tenemos la ‘verdad’ nos aleja de nuestro objetivo.
Posiblemente nos acercaríamos más a la perfección si fuéramos más flexibles y
tolerantes, si
en vez de buscar tres pies al gato nos limitáramos a acariciarlo.
La búsqueda de perfección resulta útil e incluso
necesaria, pero vivir
bajo su tiranía nos condena a una cárcel de malestar. No se trata de
conformarse, sino de aprender a aceptar que todo está en su propio proceso de
perfeccionamiento. Quizás el caos es el orden que aún no comprendemos. Tal vez
la perfección no sea algo estático, sino una armonía viva. Y por mucho que intentemos
acelerar su tempo, lo único que lograremos será acumular fracasos. Podemos
poner nuestra atención al servicio del goce de vivir o quedarnos anclados en el
sufrimiento de no alcanzar lo que deseamos. Lo cierto es que la perfección, el
ideal, sólo existe en nuestra mente. Depende de nosotros optar por padecer la
distorsión o aprender a aceptar –e incluso disfrutar- la imperfección. Aceptar
no significa resignarse, ser indiferente ni acomodarse en la inercia. Más bien
implica estar
en paz con las cosas tal como son, en vez de intentar cambiarlas para que sean
como nos gustaría. Podemos empezar por preguntarnos: ¿Qué le falta a
este instante para ser perfecto?
- ¿Qué ganamos cuando nos sacrificamos en el altar de la perfección?
- ¿Qué nos aporta vivir desde la carencia?
- ¿Cómo cambiarían nuestras relaciones si nos mostrásemos más flexibles?
Libro
recomendado
‘Encantado
de conocerme’,
de Borja Vilaseca (DeBolsillo)
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