Courtney Cazden, pedagoga de 'Barrio Sésamo' y profesora emérita en Harvard
Tengo 87 años: soy joven porque
aún viajo sola y aún doy clases de doctorado. Nací en Chicago: soy pro Obama
excepto en los ‘drones’. Tengo dos hijas y dos nietos de los que aprender. Soy
cuáquera: Jesús fue más que Dios, fue una persona. He enseñado en Barcelona en
la UIC
Gracias, monstruo.
La rana Gustavo le preguntó un
día al pedagogo Lesser: “Oye, Gerald, cuando vuelvas a Harvard, ¿cómo vas a
explicar que has perdido el día hablando con una rana en Nueva York?”.
Fui un niño Sésamo (y no tan niño), que gozaba y se relajaba con la cháchara de
Epi y Blas. Hoy la profesora Cazden me da la clave: “La gran enseñanza de Sésamo no estaba en
las letras y los números, sino en el respeto y el cariño que se tenían tantos
muñecos y tan diferentes entre sí”. Los primates somos tribales y
recelamos por instinto del diferente, pero los pedagogos de Harvard
convirtieron Barrio Sésamo en una deliciosa clase de tolerancia: gracias,
monstruos, y ¡ñam, ñam, galleta, galleta…!
He dedicado mi vida a enseñar,
y por tanto a aprender. Por eso, mi mejor profesor fue Roger Brown, un
psicólogo social extraordinario, porque también supo dar a su vida un gran
significado.
¿En
qué sentido?
A veces creemos que alguien
hace bien algo porque nace dotado para ello.
¿Y
no es así?
Al contrario, debemos agradecer a la vida que nos ponga
obstáculos difíciles, porque un buen obstáculo es el mejor maestro de salto. Si no los
encuentras -o no te los buscas- nunca desarrollas tu potencial, y, créame,
nuestro potencial es enorme.
¿El
profesor Brown la retaba?
Roger supo retarse: transformar
en emoción y energía su lucha por superar sus propios obstáculos. Y transmitía
esa energía. Dirigió mi tesis tras escribir un monumental manual de referencia,
Psicología social.
Suena
a librote más que librito.
Pues era una delicia de
sensibilidad que aunaba el rigor estadístico con ejemplos literarios y de las
grandes óperas universales: era mejor y más divertido que cualquier novela.
Es
difícil ser riguroso y ameno.
El secreto nos lo dio Roger: sin emoción
no hay razón; sin afecto e implicación personal en lo que enseñas, nadie
aprende.
¿Y
disciplina, rigor, esfuerzo, método?
Mi amigo Antonio Damasio…
También
fue huésped de La Contra.
… ha demostrado que la razón
jamás funciona sola: en nuestro cerebro se mezcla con las emociones. El buen
profesor comunica, se emociona al explicar su raciocinio y así abre la puerta
al conocimiento… Y le diré algo: Roger Brown era gay.
¿Y…?
Entonces, serlo era un estigma
vergonzoso, pero peor aún era admitirlo. Nos lo confesó amargamente -más tarde
escribió una autobiografía magnífica- porque nadie en Harvard le dio el pésame
cuando murió su pareja, un profesor que compartió su vida con él.
Son
tiempos felizmente superados.
Brown vertía en sus textos
académicos toda su exquisita sensibilidad, frustrada por no poder expresarse en
libertad, y así superó el obstáculo de la discriminación con su creatividad.
Entonces la escuela era excelente.
¿Por
qué entonces sí y ahora no?
Por otra barrera. Las mujeres
más inteligentes eran discriminadas en política, finanzas o industria, así que
se dedicaban a la enseñanza. Aquellos niños disfrutaron de los mejores profesores
(profesoras) de la historia.
Lo
explicó aquí el Nobel Stiglitz.
Joseph se benefició además de
otra discriminación: los judíos no accedían a las universidades de élite wasp
como Harvard. Recuerdo que los profesores judíos se reunían alguna vez a comer
en el club y cabían todos -cuatro o cinco- en una mesa.
¿Y
por eso se hacían maestros?
Sobre todo en Nueva York. La
enseñanza era un oficio de enorme prestigio en la comunidad judía, así que
muchos de sus miembros eran excelentes profesores que hoy hubieran sido
admitidos en otros campos.
Hoy
los mejores alumnos son asiáticos.
Enseñé en Singapur y pude
comprobarlo. Toda la familia se vuelca en apoyar al estudiante. Hoy son ejemplo
de superación en nuestra escuela. Esa era otra de las enseñanzas de Roger para
Barrio Sésamo.
Ahora
estoy cerca. Y ahora leeejooos.
Vaya, veo que aún se acuerda:
“cerca y lejos” era parte de la educación prelingüística. Un equipo de Harvard
experimentábamos con los nuevos medios de la tele.
Aún
me divierto y aprendo con la rana.
Pero la auténtica innovación pedagógica
era el respeto y el cariño con que se trataban todos en Barrio Sésamo: Kermit…
Aquí
era la rana Gustavo.
Y el monstruo de las galletas y
Bert y Ernie.
Aquí
eran… ¡Epi y Blas! Y Coco.
La pedagogía debía superar el
instinto tribal. Los humanos sentimos simpatía y empatía hacia quienes son de
nuestra tribu, los más parecidos a nosotros, y miedo y recelo y hasta odio
hacia quienes son diferentes.
Por
eso los países étnicamente homogéneos son sociedades más solidarias.
En Barrio Sésamo todos eran diferentes y en cambio se apreciaba
entre ellos un gran afecto. Era la gran lección de Roger, que sufrió la
intolerancia, y de Gerald Lesser, nuestro coordinador pedagógico.
Una
lección de futuro.
EE.UU. necesitaba como el agua
esa educación para la diversidad. Diversidad de identidades, pero comunión en
los objetivos.
Cada
muñeco enseñaba algo al otro.
Y hoy los niños asiáticos
enseñan a toda la diversidad étnica de la escuela a concentrarse, esforzarse y
a aprender.
Aquí
exigimos más a nuestros médicos que a nuestros maestros: nuestra sanidad es
mejor que nuestra educación.
Singapur y Finlandia tienen una
escuela excelente y coinciden en exigir mucho a sus profesores, pero también
en darles prestigio, reconocimiento y apoyo familiar. Exíjanles,
pero también denles los medios para responder a esa exigencia y compartan su
esfuerzo con sus hijos.
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