Todos la huyen y la evitan, en
medida que sea posible. Pero los momentos melancólicos son necesarios. Y, según
demuestran estudios recientes, constituyen la base de la mayoría de procesos
cognitivos, creativos y artísticos
“Puedo escribir los versos más tristes esta noche
pensar que no la tengo.
sentir que la he perdido”.
Es el lamento de Pablo Neruda en uno de sus más célebres cantos al desamor, la
melancolía y el desengaño. “Tristeza não
tem fim, felicidade sim”, repetían en sus canciones Vinicius de Moraes y Tom Jobim. La típica saudade brasileña
les inspiró para escribir una de las baladas más célebres de la historia de la
música. “Tango
triste / Que como un viejo lamento / Parece que lleva el viento”.
Así cantaba, con todo el pathos posible, el cantor Roberto Goyeneche. ¿Y la pintura dramática de Caravaggio? El genio italiano fue uno de los pintores más
atormentados y tristes que se recuerde. Las telas reflejan su drama interior y
su obra tan fosca y tétrica cambió la historia de la pintura. Beethoven, en el año 1802, afirma que
lleva “una vida muy desgraciada. No estoy nada
satisfecho de lo que he hecho hasta este momento. Tomaré otro camino”.
Y así compuso la Novena.
Grandes expresiones y formas artísticas han nacido
desde el desánimo y las horas bajas. Los grandes protagonistas de la cultura de
nuestro tiempo siempre hicieron alarde de su tristeza, como gran aliada para la
creación. Según Flaubert, sólo si
uno era un perfecto idiota podía decirse “crónicamente
feliz” Baudelaire
reconocía estimar su mal humor, porque la felicidad hacía “perder
la tensión del alma”. A su vez, Augusto Monterroso y Bárbara
Jacobs reunieron veinticuatro relatos en un libro, Antología del cuento triste (Alfaguara), que era toda una
declaración de intenciones: “¿Quién quiere acabar con la tristeza? ¿O deberíamos
decir: quién puede acabar con ella? La vida es triste. Si es verdad que en un
buen cuento se concentra toda la vida y si la vida es triste, un buen cuento
siempre será un cuento triste”. Franz
Kafka, que no fue precisamente una persona muy alegre y dicharachera,
defendía que “necesitamos
los libros que nos afectan como un desastre, que nos afligen profundamente. Si
el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué
leerlo?”. El crítico literario José
María Guelbenzu ya lo dijo una vez de forma tajante: “No hay protagonistas felices en la
literatura porque la infelicidad genera conflicto dramático. Conviene abrazar
el éxtasis melancólico para hacer estallar la creatividad”.
Pese a estos elogios de la tristeza, vivimos en
una sociedad que defiende el mismo refrán: “no estés
triste”, “no pongas esta
cara de pena”, etcétera. Está mal vista. Se le considera
claramente como enemiga de la felicidad, que es lo único que vale, el bien
supremo a conseguir. ¿No se estaría cometiendo un craso error al querer
eliminar la tristeza de nuestras vidas? Eric
C. Wilson, profesor de la Universidad de Wake Forest (EE.UU.) cree que sí.
Y por las razones expuestas antes: porque es creativa. Publicó un ensayo
titulado Elogio de la melancolía
(Taurus). “Es
posible que no estemos lejos de acabar con la musa que ha inspirado una gran
parte de las bellas artes, de la poesía, de a la música: aniquilando la
melancolía. En cambio, la obsesión por la felicidad podría conducir a la
extinción súbita del impulso creativo”.
Para Wilson, “sólo se puede experimentar la belleza cuando tenemos el
melancólico presentimiento de que todas las cosas del mundo se acaban”.
En su opinión, “la
felicidad alimenta lo insulso, nos priva de la capacidad de percibir los
matices, por tanto nos convierte en seres banales”. Su tesis es que
el hombre pesimista, triste y melancólico, siempre que no caiga en la
depresión, jamás se sentirá cómodo con el orden establecido. “El gen de la melancolía es el código de la innovación. Impulsa una
nueva comprensión. Alienta nuevas formas de concebir y denominar conexiones.
Desemboca en un cuestionamiento activo del presente, en un deseo perpetuo de
crear nuevas formas de ser y de ver. Estar contra la felicidad, evitar la satisfacción es estar cerca de la
dicha, abrazar el éxtasis. Ser incompleto es llamar a la vida”.
¿De verdad es así?
Algunos ejemplos refuerzan esta tesis. Virginia Woolf consideraba que su
nerviosa melancolía era su más poderosa inspiración. Alrededor de 1913
escribió: “Como experiencia, la locura es magnífica.
En su magma sigo encontrando la mayoría de las cosas sobre las que escribo. En
las sombras, cuando me hundo en el pozo, nada me protege del asalto de la
verdad”. Georg Friedrich
Haendel escribió su obra maestra, El
Mesías, en el punto más bajo de su vida. En precarias condiciones de salud,
en un piso destartalado de Londres, recibió un día un librito sobre Jesús y, en
el túnel en que se encontraba, sacó las fuerzas para componer durante
veinticuatro días seguidos casi sin dormir. Bruce Springsteen grabó el álbum Nebraska, un tema sobre un joven asesino que confiesa sus crímenes
con desolación. Considerado como uno de sus mejores trabajos, lo escribió en un
momento de profunda tristeza y de cuestionamiento personal, que lo llevará a la
psicoterapia. “Las
personas a quienes algo les reconcome son más interesantes que las que están
simplemente contentas”, dijo. Y en su último libro, El impostor (Random House), Javier Cercas confiesa que se puso a
escribir la obra después de vivir un periodo de profunda tristeza, en la que se
despertaba las mañanas llorando y estaba bloqueado por el miedo.
Existen algunos experimentos en psicología que
confirman la asociación
positiva entre tristeza y agudeza intelectual. En un caso célebre,
llevado a cabo por el profesor australiano Joe
Forgas, estudioso del impacto de las emociones en la conducta, se hizo
visitar una tienda a dos grupos de personas. El primero en un día solar y con
música alegre de fondo (canciones de Gilbert O’Sullivan). El otro en un día
frío y escuchando una música melancólica (Réquiem de Verdi). Se colocaron unas
figuritas de soldados animales y automóviles cerca de la caja registradora.
Cuando salían de la tienda, se les pidió a los individuos que mencionaran la
mayor cantidad de objetos que recordasen. Pues bien, los del segundo grupo
recordaban mejor y con más detalles lo que había dentro. Forgas ha llegado a la
conclusión de que los melancólicos tienen mejor memoria. “Los tristes son más conscientes de su
entorno, mientras que la gente alegre simplemente se deja llevar por la
corriente”.
En la misma línea, Modupe Akinola y Wendy Berry
Mendes, de la Universidad de Harvard, en un trabajo titulado El lado oscuro
de la creatividad, pidieron a un grupo de estudiantes que dieran un corto
discurso sobre cómo le gustaría que fuera el trabajo de sus sueños. A unos se
les criticó, a los otros se les dio la enhorabuena. Tras medirles los niveles
de la hormona del estrés, se comprobó que los que recibieron sonrisas estaban
de buen humor y los que habían recibido críticas, estaban algo tristones. A
continuación, les dieron materiales para que hicieran un collage. Una vez más,
los tristes fueron los que hicieron las mejores creaciones. “El rechazo
social produce una poderosa introspección y pensamiento dirigido al detalle.
Una de las posibles explicaciones es que la evaluación social negativa
incrementa la creatividad porque la gente se exige mayor esfuerzo y trabaja más
duro”, fue su conclusión.
En otro experimento, Forgas comprobó lo siguiente: en un videojuego, se pedía a los
participantes que disparasen a todos personajes que llevasen un arma. En un
segundo momento, a algunas de estas figuras se les añadió un turbante, al
estilo de guerrillero islámico: inmediatamente estas figuras pasaron a recibir
más balas. Esta tendencia, sin embargo, no era tan evidente entre las personas
tristes, que se dejaban influir menos por las apariencias e iban corrigiendo el
tiro. “Cuando estás triste tomas un poco de
perspectiva. La tristeza es como una señal: te dice no empujes, adáptate,
presta atención”, escribe Forgas. Herbert Bless, de la Universidad alemana de Heidelberg, también ha
estudiado qué es lo que se recuerda de la información sobre el carácter de una
persona. Se leyeron a unos voluntarios unos textos con distintas apreciaciones
sobre la personalidad de un individuo. Después de analizar las respuestas,
Bless llegó a la misma conclusión: “los estereotipos tienen más impacto en el juicio que se
forman los individuos de buen humor que en las personas tristes, que están más
predispuestas a procesar información nueva cuando la situación se percibe como
problemática. En cambio, si la situación parece segura, las personas confían
más en las estructuras existentes”. Es decir: que los tristones
piensan más con su cabeza.
Cabe preguntare cuál es la verdadera función de la
tristeza. ¿Un rato a evitar, como defiende la filosofía más optimista? ¿Una
fuente de inspiración creativa? ¿Un simple estado de ánimo del ser humano?. Charles Darwin , en su libro La expresión de las emociones en el hombre y
en los animales (1872) la consideraba una de las emociones básicas más útiles del hombre.
Para Antonio Cano, catedrático de
psicología de la Universidad Complutense y presidente de la Sociedad Española
para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés, “la tristeza es
una emoción adaptativa. Si no fuera necesaria, ya la habríamos perdido en
el curso de la evolución humana. Es como el miedo. Sirve para elaborar pérdidas
o una ruptura con nuestros objetivos, pero, al mismo tiempo nos hace replantear
el futuro. Es un bajón, pero nos hace
ver las cosas de otra manera”. En este sentido, Jerome Wakefield, autor del libro The loss of sadness (pérdida de la
tristeza), estima que la tristeza desempeña un papel crucial: nos ayuda a aprender de
nuestros errores. “Creo que una de las funciones de las emociones negativas
intensas consiste en parar nuestro funcionamiento normal, para ayudarnos a enfocarnos sobre algo diferente, aunque sea
por un momento”.
Un poco de tristeza, por lo tanto, es positiva.
Uno toma
conciencia de uno mismo, se da cuenta del valor de las cosas y de lo que se ha
perdido. Se hace balance de errores y aciertos y se les da el peso
que se merecen. Ayuda
a conocerse. Permite mantener la energía en un momento difícil para
salir a flote después con las ideas más claras y con energía renovada para el
cambio. En una palabra: es creativa. “En la psicología actual se tiende a
rechazar las emociones negativas, porque, supuestamente generan malestar. Pero
la vida no puede ser totalmente neutra. Yo no puedo decir: ‘no me afecta nada’.
Al contrario, hay que aprender de la
situación traumática. Sin tristeza no sobreviviríamos, no nos daríamos
cuenta de que estamos en una situación de peligro. La vida no es sólo felicidad, no es sólo risas”, subraya
Antonio Cano.
Sí
que es posible utilizar la tristeza en su favor. Una posible
salida, como hicieron los grandes artistas mencionados anteriormente que
sublimaron sus penas con sus creaciones, es traducir estos sentimientos
negativos en una obra. Pero incluso si no se tiene ningún talento especial,
vivir un mal momento puede llegar a ser, en perspectiva, algo beneficioso. Enrique Rojas, catedrático de
Psiquiatría, director del instituto de investigaciones psiquiátricas de Madrid
y autor de varios libros (el último es Cómo
superar la ansiedad (Temas de Hoy) señala que antes hay que procurar
valorizar la tristeza con el tiempo, que cura todas las heridas. “Con el paso de
los días, la tristeza se transforma en la gran educadora de la persona, si se
sabe sacar la lección de ella. En psicología se habla, en este sentido, de resiliencia. Porque lo que ayuda a
crecer son las derrotas, los fracasos, los sinsabores. La piedra de toque para ascender en la vida es el sufrimiento, el
enfrentarse a una sorpresa de que algo que se esperaba se ha torcido”,
defiende este experto. ¿La tristeza es, entonces, el primer paso para lograr la
felicidad?
De alguna manera, sí. “La condición esencial es no tener rencor. Porque el rencor nos
impide olvidar y hace que nos sintamos dolidos. La felicidad, en el fondo,
consiste en gozar de una buena salud y una mala memoria”,
sostiene Rojas. Uno de los aspectos más destacables de la tristeza es que nos obliga a
pedir ayuda a los demás. Los otros pueden ser un apoyo muy válido
porque con las respuestas de consuelo que se reciban, se fomentan y se
recuperan vínculos afectivos. “La tristeza
produce empatía en el seno de un grupo. No hay que olvidar que somos seres
sociales”, dice Antonio
Cano, que cita en propósito un ejemplo realmente ocurrido. Varios meses
después de los atentados del 11-S, se produjo una ola de divorcios entre las
parejas de los bomberos de Nueva York. Se descubrió, en efecto, que la
solidaridad que había despertado la tragedia entre las víctimas del atentado
terrorista llegó hasta extremos insospechables: los bomberos, de tanto consolar
a las viudas, se enamoraron de ellas.
Ahora bien, una cosa es estar triste, otra padecer
depresión. “La
tristeza dura unos días y es un jalón que la naturaleza le hace a tu humanidad
para que recuperes energía, hagas un alto y pienses mejor las cosas. A la
tristeza hay que decirle: ‘Hola amiga,
hagamos un retiro juntas y miremos que hay dentro de mi’. Tu organismo se
lentifica para tomar conciencia. En la tristeza aún te sirven los amigos, no te
quieres aislar y funcionas a media máquina, pero funcionas. Por el contrario,
la depresión es una enfermedad, dura bastante tiempo (meses), tus áreas de
desarrollo se bloquean, tu sistema se desorganiza nada tiene sentido y el
placer se reduce. Y lo peor, ya no te quieres y hay un sentimiento profundo de
autodestrucción. De la depresión hay que escapar”, escribe el
terapeuta Walter Riso. Para Enrique Rojas, “la tristeza normal produce la lucidez del
perdedor y la nitidez de la distancia y una mirada hacia el futuro. La tristeza
depresiva es el ánimo embotado, a la baja, y mirando hacia el pasado. La primera reinventa la vida, la segunda
sabe a derrota sin remontada”.
Ir en busca de la felicidad evitando o esquivando
tristeza, paradójicamente… nos lleva a la infelicidad. “En los últimos veinte años se ha hablado
más de la felicidad que en los dos siglos anteriores”, admite Rojas.
“Mi receta
consiste en tener una personalidad
estructurada, un proyecto de vida,
amor, amistad, cultura, trabajo.
Pero la píldora de la felicidad, asumiendo que exista, tiene que ser la coherencia, es decir una concordancia entre lo que digo y lo que hago.
Y comprobar que se ha hecho el mejor bien posible y el menor mal consciente”, afirma. ¿Y el amor? Tampoco se escapa. “No hay felicidad sin amor, pero tampoco
hay amor sin renuncia”, dice. Toca sufrir.
¿Depresión,
tristeza o melancolía?
Se suelen confundir a menudo los distintos
términos. “La
depresión es un estado de ánimo que produce un hundimiento general de gran
profundidad. La tristeza es una reacción melancólica a los acontecimientos. Es
una respuesta de las personas, por general a una pérdida. Si la tristeza se
hace crónica y la intensidad del acontecimiento se hace muy fuerte, entonces ya
se transforma en depresión”, explica el psiquiatra Enrique Rojas. Estas pérdidas pueden
ser de distinta índole. “En las mujeres son situaciones relativas a aspectos
familiares o sentimentales. En el hombre, pertenecen más bien al campo
económico y profesional”, añade. Aunque se trata de
simplificaciones, se estima que ellas sufren el doble de trastornos por
emociones negativas que los hombres. La explicación puede ser de tipo hormonal
y genético, ya que ellas son más sensibles, pero también puede haber una razón
de tipo más social. “Ellas suelen cultivar más las relaciones y convivir con
las personas, y si una de ellas algún día fallece, es normal que lo pasan peor
y pueden caer en depresión”, apunta el profesor de psicología Antonio Cano. “La tristeza suele tener dos consecuencias.
Una de tipo cognitivoafectivo: falta de motivación, sentimientos de culpa,
vergüenza e incluso alguna activación fisiológica (insomnio, nerviosismo). La
otra es de tipo conductual, es decir que debido al desánimo se entra en la
pasividad. En este caso, puede ser útil ayudar a la persona triste a
reactivarse, para desviar su atención en el dolor”, ilustra este
experto. En cambio, para solucionar el problema de la depresión, Enrique Rojas invita a identificar las
causas de la misma: si son endógenas (es decir, fruto de algún desequilibrio
fisiológico interno) o exógenas, cuando proceden de algún trauma. Mientras en
el primer caso puede ser necesario el tratamiento farmacológico, en el segundo
basta alguna terapia de apoyo que ayude a superar el mal momento.
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