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dissabte, 6 de desembre del 2014

Padres hiperprotectores, hijos sin autonomía. Eva Millet. La Vanguardia.

Los padres quieren lo mejor para su prole, pero a veces el instinto de protección es tan intenso que acarrea consecuencias negativas.
La nueva hiperpaternidad ve a los hijos como seres intocables, que tienen más miedos que nunca
En el 2008 Álex, un profesor universitario de Barcelona, visitó Estados Unidos por motivos de trabajo. De aquel viaje no se le olvidará nunca esta escena, que tuvo lugar en una librería de Washington, la capital. “Estaba con Núria, una colega, y caminábamos por un pasillo entre las estanterías. Había un niño, de unos once años, ojeando un libro, que nos bloqueaba el paso y Núria le tocó el hombro, levemente, para apartarlo”. Fue un gesto casi automático, de hecho, el niño “apenas se dio cuenta”, describe Álex: “Pero la madre… ¡Ella sí se dio cuenta!”, recuerda. “Apareció de repente y se puso a gritarle a Núria como una posesa, diciéndole que cómo se atrevía a tocar a su hijo y, que si lo volvía a hacer, iba a llamar a la policía… Nos quedamos de piedra”.
Una situación similar la vivió en Nueva York el escritor y periodista David Sedaris. La relata en su último libro, Let’s explore diabetes with owls (Little Brown), e implica también tocar ligeramente por el hombro a un niño. En este caso, un adolescente que había estado grafiteando un buzón de la calle mientras sus padres hacían la compra en un supermercado. Cuenta Sedaris que, ante aquel acto incívico, un vecino posó su mano sobre el hombro del chico y empezó a llamarle la atención. Cuenta también Sedaris como, al escuchar los gritos, emergieron del supermercado los padres de la criatura, quienes corrieron junto a su retoño. No se inmutaron, sin embargo, al oír lo que éste había estado haciendo mientras ellos compraban. Se limitaron a encararse con el hombre (quien seguía posando ligeramente la mano sobre el hombro del adolescente), y le espetaron, indignados, lo siguiente:
–¿Quién le ha dado a usted derecho a tocar a nuestro hijo?
El hombre, un poco confundido, les explicó lo que su hijo había estado haciendo con un enorme rotulador, que yacía ahora a sus pies, pero los progenitores continuaron, indignados:
–No me importa lo que hacía mi hijo –le dijo la madre–. Usted no tiene derecho a tocar a mi hijo. ¿Quién se ha creído usted que es?
Y acto seguido, indicó a su marido que llamara a la policía, cosa que, cuenta Sedaris, el marido ya estaba haciendo.
La hiperpaternidad es un modelo de crianza originado en Estados Unidos, basado en una incansable supervisión por parte de los padres sobre los hijos, que se ha importado con éxito a Europa. Y a las ya conocidas variedades de los padres helicóptero (que sobrevuelan sin tregua las vidas de sus retoños, pendientes de todos sus deseos y necesidades) y de los padres apisonadora (quienes allanan sus caminos para que no se topen con dificultades) se les ha añadido la de los padres guardaespaldas: progenitores extremadamente susceptibles ante cualquier crítica sobre sus hijos o a que se les toque.
Ignasi Schilt, profesor de educación física, con casi treinta años trabajando con críos, ha vivido en primera persona esta última versión de los hiperpadres. El año pasado era el coordinador del equipo de monitores de una escuela pública de Barcelona, un trabajo que dependía del ampa (la asociación de madres y padres). Un empleo que ya no tiene desde que un mediodía abroncara a un grupo de niños por su mal comportamiento. “Después de comer hacíamos rotación de zonas de recreo: unas clases iban a la pista de fútbol, otras al patio, otras al gimnasio…”, explica Ignasi. “Allí había empezado a trabajar un monitor nuevo, así que fui a ver cómo iban las cosas”. Al abrir la puerta, vio que las cosas no iban bien: niños y niñas descontrolados, saltando como posesos, jugando a la pelota, los zapatos tirados por todas partes… El griterío era ensordecedor e Ignasi los mandó callar a todos de inmediato: “Les dije que pararan –recuerda– y que no sabía si estaba entrando en el gimnasio de la escuela o en la matanza del cerdo de mi pueblo”. Los niños callaron pero, dos días después, el ampa recibió una carta de un grupo de padres y madres indignados, denunciando que Ignasi había llamado “cerdos” y “animales” a sus hijos. “Cuando me pasaron la carta, mi primera reacción fue no creer lo que leía”, recuerda. “Después pensé que quizás no había transmitido bien el mensaje a los niños y que ellos no lo habían transmitido bien en casa, así que propuse una reunión con los padres, para explicarme”.
La reunión, muy concurrida (“Ojalá en una reunión informativa de la escuela o del ampa se presentaran tantas familias”, apostilla Ignasi), no fue bien. “Aunque hubo algunos padres conciliadores, ganaron los reivindicativos, quienes estaban convencidos de que había llamado “cerdos” a sus hijos”. Ignasi ya no está en la escuela después de esto: “El ampa recibió tanta presión que me tuve que ir. Fue un acoso y derribo”, concluye.
Del asunto, saca varias conclusiones. La primera, que cada vez hay menos límites por parte de los padres: “Nos creemos capaces de poder actuar sobre todo, de criticarlo todo, de hablar sobre todo… Y es cierto que siempre ha sido así pero, la diferencia es que ahora somos capaces de actuar, hay más medios para hacerlo, y las redes sociales son uno de ellos”. También ha detectado que la influencia de los progenitores es cada vez mayor en las escuelas, en especial, en aquellas con ampas potentes. “Los padres cada vez están más involucrados en los colegios, lo que, aunque es bueno en muchas cosas, puede también provocar malas dinámicas, señala. Porque pese a su labor positiva, las ampas a veces también pueden ser plataformas para que haya progenitores que hagan lo que ellos quieran. “En una escuela en la que trabajé, el comedor lo llevaba el ampa, y había una madre que se metió en la organización simplemente para diseñar el menú para sus hijos, en base a lo que les gustaba a ellos y lo que no”.
Samantha Biosca, tutora de ESO y bachillerato en una escuela privada de Barcelona ya desaparecida, también se ha encontrado con este tipo de padres guardaespaldas durante sus quince años como docente. “En varias ocasiones me han dicho, tal cual, que ‘no les iba bien’ que castigara a su hijo a quedarse un viernes por la tarde a recuperar deberes, porque se iba de fin de semana, o que no aceptaban que les hubiera confiscado el móvil en clase”. También recuerda como, en unas convivencias, cuando quiso enviar a casa a un adolescente al que pilló fumando porros, la respuesta del padre fue un contundente: “Ni se te ocurra. Mi hijo se queda. He pagado las colonias”. Este tipo de intervenciones, asegura, han ido aumentando en los últimos años. Los niños son cada vez más intocables: saben que pueden hacer lo que les da la gana y que no les pasará nada, porque tienen detrás a sus padres, quienes los protegen de lo que sea. Se ha ido perdiendo el respeto por la figura del maestro: se nos ha ido desautorizando. La culpa siempre la tienen los otros”, lamenta. Una actitud que, comenta, no deja de ser sorprendente: “Porque los padres hoy están muy desorientados y algunos no tienen, literalmente, el tiempo de educar”. Y, aunque señala que muchos aún confían en el maestro, cada vez son más los que lo cuestionan, incluso con gran virulencia: “Y yo, como muchos otros docentes, estoy dispuesta a luchar para educar a los niños, pero los padres nos han de dar el poder para ello. Si nos desautorizan, si no vamos a la par… ¡Acabamos!”.
Para Samantha, quien se ha especializado en coaching para adolescentes, esta crianza hiperprotectora deriva en “niños tiranos” que, paradójicamente, lo tendrán difícil en la vida como adultos debido a la excesiva supervisión paterna. Ignasi Schilt también cree que el excesivo respaldo paterno es contraproducente porque, unido a la ya habitual falta de límites, produce personas que creen que tienen muchos derechos pero ningún deber, con el coste que ello implica para la sociedad.
Encima, los niños sobreprotegidos tampoco lo pasan bien durante la infancia. En parte porque tanta protección, tantos parachoques, hacen que los miedos los inunden, ya que no han tenido que enfrentarse a ellos. De ello da fe Cristina Gutiérrez Lestón, codirectora de La Granja Escola de Santa Maria de Palautordera: un centro de colonias a las faldas del Montseny especializado en educación emocional, por el que pasan cada año más de diez mil alumnos. “En los treinta años que llevo de profesión juro que nunca había visto tantos niños con tantos miedos. Nunca”, remarca. “En los últimos cinco años ha sido brutal. Hay miedos a todo y miedos fuertísimos, de parálisis: miedo a sacarse la chaqueta, a decir no, a decidir, a la comida, a los animales… También hay una acuciante falta de autonomía que veo que, como los miedos, está causada por la sobreprotección”. Sobreprotecciones como aquella niña a quien, descubrieron, su madre le daba el antitérmico Dalsy cada vez que le lavaba el pelo (para que no se resfriara) o el elevadísimo porcentaje de niños y niñas de segundo de primaria que todavía usan pañal por la noche porque, para los padres, “todavía no están preparados para sacárselo”.
Y los niños criados así, entre tantos algodones y amortiguadores, continúa Cristina, tienen muchos miedos y muy exagerados: miedo a uno mismo, a no tener amigos, a perder, a cosas que te sorprenden: ¡Hay niños que no vienen aquí por miedo a que les pongamos para comer algo que no les guste!”. Son niños evidentemente sin autonomía, algo que en un futuro pasa factura: “Porque el miedo provoca que uno no pueda ser uno mismo y a partir de esto empiezan otros problemas más serios: la falta de identidad, la tolerancia cero a la frustración…”.
Cristina, que acaba de publicar un libro sobre educación, Entrena’l per a la vida (Plataforma), entiende el instinto de protección hacia los hijos. Es algo natural: la inseguridad, el miedo y las ansias de protegerlo son sensaciones que existen entre la mayoría de los padres. Sin embargo, esta pedagoga cree que es fundamental preguntarse quién va a educar al hijo o la hija, los padres o los miedos de los padres: “El problema es que no podemos esconderles las piedras en el camino porque las piedras están ahí; el mundo está lleno de dificultades”. Por ello, insta a los padres a que, “si hay piedras, se las enseñen”, y si el hijo o hija se caen, “miren cómo se cae y le ayuden a levantarse, pero que no impidan a toda costa que se caiga, porque en la vida hay que saber levantarse. Los padres tienen que saber que sobreproteger es desproteger, concluye.  

Pedagogía del coraje

El miedo es una emoción básica y por eso, apunta Cristina Gutiérrez Lestón, es fundamental aprender a lidiar con él y distinguir cuándo nos protege y cuando nos destruye. Pero actuando como guardaespaldas de los hijos, no ayudándoles a enfrentarse con ellos (por miedo a que se frustren, fallen, se decepcionen…), esto no se consigue. En La Granja cada vez dedican más horas a enseñar a enfrentarse a los miedos, algo que para sus responsables es una variante más de la educación emocional. Sus métodos funcionan y Cristina cuenta feliz como más de un alumno les ha dicho, tras unos días allí, que ha dejado sus miedos en el bosque… “Al niño no podemos decirle que no tenga miedo y ya está, sino explicarle que entiendes lo que siente, porque los miedos existen, pero que hay una habilidad que se llama valentía que se puede entrenar. También es importante hacerles saber que el miedo, a menudo, es falta de información, por lo que es importante concretarlo”, explica. En este centro educativo se toma muy en serio lo que otro experto en tratar los miedos, José Antonio Marina, llama “el aprendizaje de la valentía”. El reputado pedagogo ha dedicado a este tema uno de sus últimos libros: Los miedos y el aprendizaje de la valentía (Ariel). Como en el libro de Cristina Gutiérrez Lestón, Entrena’l per a la vida, Marina ve urgente atajar los temores que van a entorpecer el desarrollo de los niños. Dos excelentes manuales sobre una nueva pedagogía: la del coraje, más necesaria que nunca.


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