«Te
moldearé»,
le dijo el hacha al trozo de hierro mientras caía con toda su fuerza sobre uno
de sus lados. Pero a cada golpe que daba esa hacha iba perdiendo su filo. Hasta
que después de un rato la herramienta no pudo más; había quedado completamente
obtusa.
«Déjenmelo
a mí»,
propuso el serrucho mientras clavaba sus dientes en el hierro, los cuales
fueron desapareciendo uno por uno. Y también desistió.
«Yo
me encargaré de moldearlo», exclamó con arrogancia el martillo mientras se
burlaba de sus compañeros que habían fracasado. Pero después de varios golpes
se le quebró el mango y se desprendió su cabeza.
«¿Me
permiten probar?»,
preguntó humildemente una pequeña vela. Los otros tres se rieron a carcajadas,
pero se lo permitieron, porque estaban convencidos de que también iba a
fracasar. Sin embargo, aquella vela con su llama constante cubrió el trozo de
hierro; no se desprendió de él, lo abrazó y lo abrazó más y más hasta volverlo
blando y darle la figura que quería.
Aquella vela y sus maneras suaves de tratar el
duro hierro, logró lo que las otras tres poderosas herramientas no pudieron
alcanzar a través de la fuerza bruta. Así es el amor.
Hay en el mundo corazones tan duros que pueden
resistir los hachazos de la ira, los dientes del encono, y los golpes de orgullo
y del rechazo, pero por más severo que sea el corazón de la persona, no podrá
resistir los embates del amor; porque el amor es la fuerza más poderosa de este mundo. Y lo que
no sea capaz de ablandarse con amor, es que ya está muerto.
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