Soy un muchachito de 70 años. Nací en Aimorés (Minas Gerais) y vivo entre Brasil y
París. Licenciado en Económicas. Con Lélia,
mi mujer, fundé Amazonas, agencia que distribuye mis fotografías.
Tenemos dos hijos: Juliano y Rodrigo. Creo en un
todo que se llama naturaleza
Tres
encuentros
Cuando lo conocí en París (1993) había terminado
su proyecto Trabajadores,
siete años fotografiando la dignidad de la miseria, el fin de la era
industrial. Tenía esperanzas en el ser humano. Nos reencontramos ocho años
después para hablar de Frodos, su trabajo sobre las grandes
migraciones humanas. Acababa de llegar de Ruanda. Estaba desengañado del ser
humano. Ahora expone su homenaje al planeta, Génesis (CáixaForum), que la
editorial Taschen recoge en un libro. Lugares vírgenes todavía a salvo de la
civilización. Se estrena La sal de la tierra, de su hijo Juliano y Wim
Wenders, algo más que la versión cinematográfica del proyecto. Magnífica.
La última vez que le vi estaba totalmente
deprimido.
Estaba hundido. Llevaba siete años fotografiando
refugiados que huyen de las guerras (Éxodos). En los campos de refugiados de
Congo, en Goma, en 1994 morían 12.000 ruandeses al día. Yo estaba allí. Lo que
vi en Ruanda fue tan brutal que abandoné la fotografía.
Lo recuerdo, estaba muy triste.
Cuando usted y yo nos encontramos sentía una gran
desilusión por nosotros los humanos. Yo creía que teníamos la capacidad de
amarnos los unos a los otros tal como dijo Jesús y como sostenían Sócrates y
Platón.
Sí, se empecinaba en ello.
Pero comprobé que somos una especie brutal, que
tal vez nuestra verdadera naturaleza es la violencia, somos un animal predador,
muy agresivo, no sólo con las otras especies, también contra nosotros mismos.
Y se refugió en la finca de su infancia, en el
Valle del Río Doce.
Sí, arrasada por la erosión, donde hacía años que
no crecía una brizna de hierba: una tierra árida, destruida, muerta. "¿Qué vamos
a hacer aquí?", le pregunté a mi esposa.
¿Y qué contestó ella?
Replantar. Era una
locura, pero obedecí. Hemos plantado más de dos millones de árboles, y la vida ha
vuelto: el agua, los jaguares, los caimanes, más de 170 especies de
pájaros. Es un retorno tan fuerte, tan bonito... Pero sobre todo es la prueba
de que podemos
reconstruir lo que hemos destruido.
Tiene una mujer poderosa
He tenido mucha suerte, mi fotografía no sería la misma sin ella,
ni sin mis hijos Juliano y Rodrigo (síndrome de Down). Lélia y yo
hemos creado allí el instituto Terra.
Allí se recuperó.
Allí
descubrí lo que soy en realidad: soy tierra, soy naturaleza. Los árboles
están tan vivos como nosotros, y a su manera tienen un raciocinio lógico. Lo
que hemos hecho allí se puede hacer también en España. La tierra es riqueza.
Me ofrezco voluntaria.
Ustedes aquí han destruido tanto, y hay tanta
tierra improductiva..., planten las especies que la habitaban, reconstruyan las
fuentes de agua, las orillas de los ríos..., es necesario, hay que hacer esa
vuelta al planeta
Se ha recorrido el planeta para descubrirlo.
Tras el milagro de Minas Gerais decidí hacer un
homenaje a la tierra fotografiando los lugares y las tribus que todavía
conservan el esplendor original. Nuestra especie es tan reciente en este
planeta que podemos partir y la tierra ni se inmutará. Y posiblemente
partiremos.
¿Nos extinguiremos?
...O nos iremos a otros planetas, de hecho va
vivimos en guetos: las ciudades; y tenemos problemas que hemos generado nosotros mismos y
para los que no tenemos solución.
Pero confiamos en la ciencia.
Si se cruzan dos o tres enfermedades como el sida
y el ébola al mismo tiempo, desapareceremos. La única máquina capaz de
transformar el carbono en oxígeno son los árboles, y los destruimos a una
cadencia completamente irresponsable, pese a que si nos falta oxígeno durante
tres minutos, se terminó.
Se terminó la prepotencia.
Con este trabajo he aprendido más que en toda mi
vida. He descubierto tramos de mi propia historia observando cómo un gorila de
montaña se reconocía viéndose reflejado en mi objetivo. Los cohetes que
lanzamos en Cabo Cañaveral se basan en los mismos principios que utilizan las
tribus amazónicas para lanzar sus flechas.
...
En las Galápagos entendí que para ser aceptado por las tortugas debía
estar a su altura, arrodillarme ante ellas. El mismo respeto que las
ballenas gigantes nos mostraron acercándose con sumo cuidado a nuestra diminuta
embarcación.
Gran lección.
Un avioncito me dejaba en Alaska, me quedaba allí
solo durante días. Subía desniveles de 1.200 metros y me pasaba seis horas
sentado en una piedra mirando este planeta mineral vivo hasta que me fundía con él. Volví a ser
planeta, lo que soy, un animal como cualquier otro. Y lo que ha
garantizando nuestra supervivencia ha sido esta identificación, olvidarlo nos
está matando.
Ya.
El
viaje más impresionante que he hecho durante estos años no ha sido a determinados
lugares, sino hacia dentro de mi mismo.
Hacia lo esencial
Los nénets del norte de Siberia montan y desmontan
sus casas todos los días. Si les haces un regalo que no sea esencial, no lo
quieren, sólo aceptan lo que pueden transportar. En nuestras sociedades acumulamos pero no
somos más felices que los nénets. Vivimos a la expectativa, ellos viven.
Ha sanado. ¿Tiene esperanza?
Sí, porque hoy veo las cosas de otra forma. Cuando
terminé Éxodos sólo nos veía a nosotros, los humanos. Hoy para mí nuestra especie
no es importante, lo son todas las especies, y si desaparecemos la vida
seguirá.
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