Hastiados por el desencanto, abatidos, tristes, alicaídos
Cada vez resulta más fácil hallar personas sumidas en la sórdida
profundidad de sí mismas. Cansados de bregar con el día a día y tras quizá,
haber degustado reiteradamente todo el menú de una carta de desengaños,
se sienten sin fuerzas para afrontar con la ilusión necesaria, un día a día que
a veces se antoja más escarpado que la cara norte del Annapurna.
Motivos no faltan. Es más, seguro que cada arruga de un triste
rostro podría relatar una truculenta historia de decepción. Hay para todos los
gustos: desengaños amorosos, sueños aplazados sine
die, incomunicación, relaciones frustradas, seres perdidos, promesas
incumplidas, deseos rotos, incomprensión, enfermedades imposibles, abruptos
cambios de trazado
Mil y una vidas se resquebrajan cada
día con microfisuras que no parecen poder pegarse ni con Super-Glue. Y así, la ilusión que otrora fue motor del ánimo, parece quedarse
atascada, inválida, desvencijada
como sin pilas. Y las vidas se quedan
ajadas, los rostros sempiternamente vacíos; presos de una zozobra de difícil
remiendo. Pero, ante tamaña gravedad, ante semejante peso, ¿cómo seguir viviendo sin parecer la
fotografía andante de un cadáver o la asimétrica fisonomía de
un zombie?
Hace años, si escuchaba algún alma maltrecha pregonar que se
hallaba “muerta
en vida”, mi reacción inmediata era intentar
desoír lo que esos interlocutores balbuceaban a través de esas bocas inermes,
pese a que realmente podían estar desconectados de cualquier ápice de vida;
pues la simple idea de que hubiera gente con un sentimiento de destrucción tan
potente me parecía, no sólo muy triste, sino altamente venenosa para el interior.
No quería creer que existiera ese tormento. Ahora sé que existen, sé que hay muchas personas que desde que se levantan hasta que
se acuestan -aunque lo más probable es que la noche tampoco les conceda
descanso alguno- sienten su vida como un peso atroz con el que han de cargar a
cuestas. Y sufren con un llanto interno y eterno. Algo así como ese susurro
lastimero que en las películas de miedo solían adjudicar al fantasma del
castillo abandonado; pero con la clara diferencia de que todos y cada uno de
esos seres desesperados son reales. Y ese dolor que les mortifica o bien es
real, o al menos seguro que cada una de esas personas lo siente tan real como
si su existencia hubiera decidido vivir sentada sobre el colchón de clavos de
un fakir.
Entiendo que hay gente tan sola, tan cansada y tan desesperada que
pueda pensar que no le importan a nadie en este mundo, pero probablemente, en
muchos casos, no sea del todo cierto. Como recuerda Punset, aunque en otro contexto, “no todos vemos la misma realidad”; aunque imagino que este aserto le servirá de bien poco a quien
se siente desdichado, al margen del grado de desdicha, o del grado de realidad
del objeto o sujeto que le provoca esos penares. Ante esta tesitura,
probablemente la cuestión más importante -al menos para mí- es intentar
recobrar ese sutil ingrediente que, pese a no parecerlo, es el motor de la
vida. Como dice un buen amigo filósofo, “las grandes adhesiones conllevan
grandes decepciones”. Y en muchos casos, esa tristeza deriva de una decepción
generada al constatar que las cosas no son como habíamos imaginado que serían y, de ahí, surge la incapacidad tanto de aceptar esa diferencia
entre lo real y lo imaginado, como de reponerse a la decepción. Así, esa ilusión que de pequeños permite
ver y afrontar todo desde la perspectiva del vaso lleno o medio lleno, podría
decirse que, a medida que crecemos tanto en edad como en experiencias, empieza
a menguar y a palidecer, e incluso desaparece.
Pero al igual que en alguna fase de nuestra
vida normalmente niñez, adolescencia y/o juventud, donde la ilusión casi es
puro derroche- a veces hemos de controlar para que un exceso de ilusión mal
entendido no nos haga saltar por un barranco al pensar al más puro estilo Ícaro- que nuestra ilusión por volar nos ayudará a
mantenernos en el aire; del mismo modo, a partir de según qué experiencias o
sobre todo
cuando veamos encenderse el piloto
de reserva en el bidón de las ilusiones; deberíamos intentar plantar
ilusiones nuevas, regarlas, abrazarlas y cuidarlas con mucho mimo, para
garantizar que no la perderemos en un traspiés, dado en cualquiera de los muchos callejones
mal iluminados que abundan por la vida.
Sin ánimo de ofrecer recetas de mercachifle, creo que la ilusión se halla, en
primer lugar, dentro de cada uno. En muchas ocasiones, pese a parecer
apagada, sólo está agazapada, que casi tiene las mismas letras pero no es lo
mismo. Y aunque parezca extinta, basta una flor en primavera, una brisa en
verano, un poema en otoño o un cálido beso en invierno, para que vuelva a lucir
con fuerza. Eso sí, volver a sentir esa luz requiere animarse y no
encerrarse en la idea de haber perdido la esperanza. Mas, como todo el mundo sabe: la esperanza es lo último que se
pierde. Y además, se puede recuperar. Como si fuera una delicada planta, aprender a cultivar la
ilusión es todo un arte y, por mucho que todo parezca perdido, siempre puedes
volver a aprender: aprender a ilusionarte.
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