Todos necesitamos nuestro espacio vital. Y a menudo nos vemos agredidos en la intimidad si desconocidos, o incluso familiares y amigos, se entrometen en nuestro círculo.
Sea cierto o no que la canciller alemana Angela
Merkel se quejó de que el presidente francés Nicolas Sarkozy era demasiado
“tocón”, el caso es que todos habitamos en unas burbujas o cápsulas personales
que significan los límites entre nuestro cuerpo y el de los demás. Pero esa
burbuja no es igual para todos.
“Eso de marcar territorio, aunque aparenta ser muy animal, es
también una conducta humana que practicamos a diario”
Imagínese la siguiente situación: sale usted de un
edificio y toma un ascensor, en el que ya hay tres personas más a las que no
conoce. El corto trayecto hasta la salida se hace algo incómodo por los
silencios, por no saber dónde mirar y, sobre todo, por evitar rozarse con
alguien. Una vez en la calle, usted accede a un transporte público, metro o
autobús, que va repleto. Se siente ensartado entre cuerpos, que lo rozan e
incluso estrujan. Aunque también es una situación incómoda, sobrevive hasta
llegar al destino.
Respirando de nuevo el aire de la calle, entra en
un restaurante, bastante lleno, y le colocan en una mesa solitaria casi codo
con codo con sus vecinos de mesa. Está tan cerca que parece que esté comiendo
con ellos y participando silenciosamente en sus conversaciones, aunque se hace
el despistado por aquello de no parecer un cotilla. Metido en sus cosas, cena
un poco e intenta agrandar el pequeño estrecho que le separa de su vecindario.
De nuevo en la calle, se acerca a tomar una copa al pub o la discoteca de moda. Lleno
hasta la bandera. Para lograr acercarse a la barra tiene que recorrer una pista
de cuerpos, como si de una prueba de obstáculos se tratara.
Todas estas situaciones tienen en común la
percepción de uno mismo respecto a los demás. Cuanta menos
gente, más presencia del yo individual. Cuanta más gente, mayor
despersonalización. Dicho de otro
modo, la burbuja personal se agranda o se estrecha en función de los contextos.
Pasamos de ser uno a ser uno más. Y eso lo cambia todo, tanto que en los
extremos podemos pasar de ser unos señores tranquilos y educados a convertirnos
en unos auténticos energúmenos.
LA PROXÉMICA
“Quienes mantenemos abiertos los ojos podemos leer volúmenes
enteros en lo que contemplamos a nuestro alrededor” (E. T. Hall)
Metidos en el terreno de la comunicación no verbal,
la proxémica es la encargada de estudiar el uso y percepción del espacio social
y personal. Una de sus especialidades es la observación de las distancias
conversacionales y como éstas varían según el sexo, el estatus, los roles, la
orientación cultural y otros factores que, en resumen, sirven para marcar
nuestra territorialidad, o sea, los espacios intocables.
Eso de marcar territorio, aunque aparenta ser muy
animal, es también una conducta humana que practicamos a diario, y no sólo con
los desconocidos. También en el seno familiar solemos contraer o expandir
nuestra subjetiva burbuja personal según con quien nos relacionemos. Incluso en
las relaciones más íntimas, los espacios y las distancias suelen tener sus
significados. Nuestros estados internos o la valoración de la relación con el
otro se traducen en conductas visibles, aunque silenciosas. La presencia del
otro, sobre todo cuando no nos apetece, cuando estamos enfadados, por ejemplo,
se hace intrusiva y puede llegar a ser vivida como una contaminación
de nuestro espacio e incluso una violación de nuestra esfera personal.
Observen que cuando una persona está muy irritada,
cualquier acercamiento tiene como respuesta ese reiterado “No me toques”.
Algo así suelen sentir aquellas personas que sufren
cuando su interlocutor es de esos que las agarran por el brazo, se les acercan
mucho y les hablan con la boca prácticamente pegada a la oreja.
Ciertamente, el sentido de la proxémica pasa
inadvertido para muchas personas que, lejos de captar la incomodidad que puede
sentir el otro, creen que no hay mejor señal de su sincera confianza. ¡Qué lejos
están a veces las conductas de las intenciones!
EFECTOS
DE LA CONDUCTA TACTIL
“A menudo hablamos de cómo hablamos, y frecuentemente tratamos
de ver cómo vemos, pero, por alguna razón, raramente hemos palpado cómo
palpamos”. (Desmond Morris)
Parece que nuestras primeras experiencias táctiles,
en la infancia, resultan decisivas para la adaptación mental y emocional
posterior. Me imagino que en la más tierna infancia, entre los arrumacos, los
vaivenes en diferentes brazos y la frustración de no poder elegir ni cuándo ni
cómo ni a quién tocar, actúa como un registro sensitivo que va a condicionarnos
el resto de la vida.
Pero además de ser tocados, está nuestra
experiencia táctil, nuestro despertar a las texturas y lo que inconscientemente
asociamos a ellas según lo que nos proporcionan. Sólo así se explican
reacciones viscerales ante caras, gestos y conductas ajenas. Por eso solemos
usar expresiones como “es una cuestión
de piel” para designar la incomprensible conducta de
acercamiento o de rechazo que sentimos hacia unos u otros.
No sólo las pieles son discriminadoras.
Habitualmente lo suelen ser más las situaciones que facilitan o inhiben la
expresión táctil. Entonces, al analizar cualquier contacto interpersonal,
deberemos acudir a estas tres simples preguntas: ¿quién toca a quién?, ¿dónde?, y ¿en qué
medida? Dos analistas, Heslin
y Boss, observaron diferentes pautas de conducta táctil y propusieron una
taxonomía con diferentes gradaciones, desde el contacto más impersonal hasta el
auténticamente íntimo: funcional-profesional, social-cortés, amistad-calidez,
amor-intimidad, excitación sexual.
MIRAR
Y TOCAR
“El noventa por ciento de toda felicidad sólida y duradera se
debe al afecto” (Clive Staples Lewis)
Al ser humano le gusta, de hecho necesita, ser
reconocido. Y eso sólo lo puede hacer otro ser humano. Más allá de los méritos
por lo que hacemos o de los talentos por los que podemos ser admirados, existe
un reconocimiento que no es valorativo, sino incondicional, esencial: el gesto de
aprecio. Cuando todo nos va mal, cuando sufrimos los avatares de la
existencia, lo único que nos consuela es el afecto de los demás. También cuando
nos instalamos en el bienestar y en la alegría del corazón somos más sensibles
al abrazo, a las sonrisas, a las muestras de cariño que rozan a veces el
histrionismo.
Dice la voz popular que “el roce hace el cariño”. Sin
lugar a dudas, no hay palabras, ni teorías ni argumentaciones que suplan la
experiencia de la mirada, del tacto, de las caricias, los abrazos y los efectos
que conllevan. Los mejores poemas, las canciones más entrañables, muchas
expresiones artísticas son una abstracción de esa experiencia o de su ausencia.
Los límites de nuestra piel son la frontera con el
mundo exterior y con los demás.
Por eso el roce entre pieles acaba siendo lo más íntimo entre
el yo y el tú. Y eso no lo despierta cualquiera, sino aquellos o
aquellas que, por el misterio de la vida, tienen un pasaporte mágico para
cruzar sutilmente nuestras fronteras personales.
ACERCAMIENTOS
CULTURALES
Libros
‘La
comunicación no verbal’, de Mark L. Knapp (Paidós, 1982).
‘¿Qué
dice este gesto?’, de Paul Ekman (RBA, 2004).
‘La
isla de los cinco faros’, de Ferran Ramón-Cortés (RBA, 2007).
Películas
‘Mejor
imposible’, de James L. Brooks.
‘Atracción
fatal’, de Adrian Lyne.
Canciones
‘La huella de tu mirada’, de
Jorge Drexler. En el disco ‘Llueve’.
‘El mar de tus caricias’, de
Sergio Dalma. Del álbum ‘Todo lo que quieras’.
‘Dibuix’, de Lluís Llach. Del
álbum ‘Somniem’.
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