—¿Qué dice
usted?
—Yo digo que somos seres tricerebrados.
—¿No está
siendo demasiado optimista?
—Verá, dentro de nosotros hay una
parte padre: Jerárquica,
impositiva. Otra parte hijo: Instintiva. Y una parte madre, que es la tribal y
amorosa, pero que castra la individualidad.
—¿La parte
intelectual, la emocional y la instintiva?
—Exacto. Lo complicado es armonizar
los tres cerebros, que no se produzca tiranía por ninguna de las partes.
—¿Cómo
armonizarlas?
—Haciendo nada.
—No me
fastidie.
—Debe haber un abrazo entre esas tres
partes interiores, y una de las posibilidades para conseguirlo es a través del
factor espiritual, de la entrega del yo pequeño, de la renuncia a esa necesidad de ser alguien...
¿Entiende?
—Más o menos.
—Hay que hacerse a un lado, abrir espacio
en uno mismo.
—Está pidiendo
demasiado.
—Lo sé, no es nada fácil. Debería
crearse un nuevo modelo educativo. La educación no educa. La educación es un
malentendido. Cuando
se dice que educar es enseñar a leer y a escribir, se están confundiendo los
medios con el fin. El fin debería ser el desarrollo de las personas
y de su mente.
—Cualquier
pedagogo diría eso.
—La familia humana es una estructura
autoritaria. El principio de la autoridad del padre es incuestionable porque
vivimos dentro de ese sistema patriarcal que no tiene en cuenta la voz del
niño, cuyo potencial es castrado desde la infancia. No es una familia
democrática, ni se considera la felicidad como un fin de la cultura y del
aprendizaje.
—¿Cómo
hacerlo?
—Hay que cultivar la sed que aparece en todos los
adolescentes. Es una sed de trascendencia, de entender el universo y
la propia vida. ¿No la ha sentido?
—Sí.
—En nuestra cultura no hay verdaderas
respuestas, están todas acartonadas. Como dice un amigo mío, ya no llueve
gracia en las iglesias. La cultura no apoya esa inquietud. La insatisfacción es leída como una
desventaja en lugar de honrarse como esa búsqueda de la verdad que es parte del
ser humano.
—¿Propone
alimentar las dudas?
—Propongo no dar
respuestas hechas. No hay que vender certezas ni dogmas. Hay que
despertar al buscador interior. Lo importante es
el camino, el proceso.
—¿Qué tal el
suyo?
—Yo estudié la carrera de Medicina por
idolatría a la ciencia. Buscaba conocimiento, pero perdí el entusiasmo cuando
descubrí que en ese camino no había respuesta a los misterios, que eran
directamente negados.
—Insistió
bastante, estudió tres carreras.
—Acabé Psiquiatría, continué con mi
carrera de Música, pero sabiendo que la esclavitud del virtuoso era para mí un
exceso. La carrera de Filosofía no la terminé. Comprendí que lo buscado es lo
mismo que el buscador, que existe una conciencia del yo profundo y que ahí está
la armonía.
—¿La vida es
una búsqueda o un encuentro?
—Para mí fue una búsqueda sedienta en
demasía. No me satisfizo el conocimiento, ni la vida familiar, ni tampoco el
amor. Me topé con una persona que me influyó muchísimo, un escultor, Tótila
Albert, al que le debo la idea inspiradora de mi trabajo sobre la trinidad
interior.
—¿Qué le dio?
—Era un maestro de amor. Pero no en el
sentido convencional. Ese amor estaba, por ejemplo, en la forma en que limpiaba
los discos antes de ponerlos, la forma cuidadosa con que hacía las cosas en
cada momento. Tenía calidad de ser y aprendí a reconocerla. Más que
un aprendizaje, lo que le debo es una bendición. Es a través de comprensiones
muy sutiles como nos construimos.
—¿Ha dejado de
buscar?
—Sí, me dejo fluir. He tenido maestros
de todas las tradiciones orientales fundamentales, y lo que me han transmitido
es el sabor de una verdad que no tiene que ver con el intelecto ni con la
emoción. Si le tuviera que poner un nombre, sería el sabor de la nada. Cuando
uno se vacía, le llegan todas las riquezas. En realidad, si tengo algún secreto, es
simplemente el de confiar más en la vida.
—¿Y qué le
abrió el corazón?
—La muerte de mi único hijo a los 11
años. Lloré sin parar durante dos meses. Era una experiencia de intenso amor un
poco retardado: La tragedia de no haber estado por él mientras lo tuve.
—Somos muy
torpes.
—Ese llanto paró súbitamente un día en
que hice una clara reflexión: «¿Estoy llorando
por él?». Tenía claro que no, porque sentía que él estaba mejor
que yo. «¿Estoy llorando por mí, por haberme
quedado solo?»... Si era sincero sabía que no, porque había
pasado largas temporadas sin verle.
—Entonces,
¿Por qué lloraba?
—Me di cuenta de que no había razón
para llorar y empecé a sentir una presencia suya mayor que cuando estaba vivo. La felicidad
sólo depende de un estado interior.
—¿Cómo se
cultiva?
—No identificándose ni con los pensamientos ni con las
emociones. Idealizamos las pasiones: El orgullo, el amor. Queremos
ser héroes, victoriosos o vencidos, somos muy vanidosos. Las pasiones son
intrínsecamente egoístas y productoras de infelicidad. Hay que poner en paz a
los animales que nos habitan. Hay que dejarse en paz.
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