Sonja
Lyubormirsky,
profesora de Psicología de la Universidad de California, explicó en una
reciente conferencia en Madrid su convicción, de que la herencia genética determina en
un 50% el grado de felicidad que puede alcanzar una persona, siendo las
circunstancias personales de cada individuo y sus comportamientos con los
demás los factores responsables, en un 10% y un 40% respectivamente, del resto
de su felicidad.
Dando por cierto el hecho de que el
50% de nuestra felicidad esté determinada por los genes, resultará útil conocer
el dato para aquellos que piensan que ellos son los únicos y absolutos
responsables del montante global de su infelicidad; en realidad sólo serían
responsables de la mitad de su pesadumbre. Por el contrario, es una mala
noticia para los que piensan que son completas victimas de las circunstancias y
de los imponderables de la vida, porque al menos evitar o cambiar el rumbo del
50% de ese devenir, si que estaría en sus manos.
Se supone que estamos por aquí, en
este mundo digo, para perseguir y si es posible, encontrar la felicidad. Es el
fin objetivo de cuanto hacemos y todas nuestras acciones se encaminan hacia
ello, aunque los problemas surgen cuando tratamos de ponernos de acuerdo sobre
la definición del concepto de felicidad.
Yo entiendo la felicidad como el grado
de
satisfacción con la vida que percibimos. Algo subjetivo, porque para
ninguno la felicidad resulta exactamente lo mismo: algunos la cifran, por
ejemplo, en la posesión de lo material y otros en el desarrollo y crecimiento
espiritual, pero, en síntesis, creo que se trata de lo a gusto que nos sintamos con la vida que
vivimos y lo bien que nos encontremos en nuestra propia piel.
Si tuviéramos que alcanzar un acuerdo
global en torno a lo que nos hace felices, cualquier ser humano estaría
suscribiría que gozar de una buena salud, de unas positivas relaciones
familiares y de amistad y de un trabajo con el que ganarnos bien la vida (si
además nos gusta, perfecto), son señales claras de disponer de una neta
felicidad.
El dilema se plantea cuando teniendo
ya asegurado ese suelo de felicidad, nos seguimos sintiendo infelices y no
sabemos el porqué. Y tendemos a pensar que el incremento de nuestra riqueza o
el del número de relaciones sentimentales o la adquisición de cualquier
'prodigioso' objeto, nos dará la sensación plena de felicidad que buscamos: “Que felices serían los campesinos… si supieran que son
felices”.
Y por último, y como hipótesis de
trabajo, en el 50% de nuestra felicidad (en el que, supuestamente, si podemos
intervenir), nos cabría amar y aceptar la vida tal y como viene.
También podríamos aplicarnos en la tarea de disfrutar tanto de lo pequeño como
de lo grande. Profundizar
en el conocimiento de nosotros mismos y aceptarnos siempre como somos, sin
autocríticas destructivas. Trabajar (nadie dijo que esto fuera
fácil) para sentirse querido y valorado, pero también emplearse en querer y
valorar a los demás. En definitiva: tener razones para vivir y esperar y también razones para
morir y descansar. Prescindiendo de la genética, ya comprobamos que
es mucho lo que está a nuestro alcance.
Reflexión
final: si aún te planteas que no lo eres, yo consideraría que este es un buen
día para empezar a ser feliz. Dos preguntas: ¿qué te falta para serlo? y, sobre
todo, ¿por qué, si lo sabes, no lo buscas ya?
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