El mecanismo acostumbra a ser siempre
el mismo. El rumor o la expectativa de que la empresa A puede ser adquirida por
la empresa B, o de que la compañía Z tendrá unos beneficios menores de lo
esperado, o de que el Banco Central Europeo modificará los tipos de interés, o
de que la entrada en guerra de un país productor de petróleo es inminente...
Cualquiera de estas informaciones no confirmadas puede enriquecer o arruinar a
miles de inversores en todo el planeta. Millones de euros en el debe o en el
haber, por un simple rumor.
En el ámbito político, la creencia de
que Barack H. Obama (por cierto, H.
de Hussein) era musulmán y de que tal vez podía tener simpatías con terroristas
tuvo impacto en cierta parte del público estadounidense, e incluso estuvo a
punto de erosionar su carrera presidencial en el 2008. En el 2011, un pirata
informático difundió que Obama había muerto, y el chisme se convirtió en el
cotilleo top de internet durante unos minutos. Algo parecido le sucedió a Steve Jobs en el 2008 cuando un tuit lo
declaró fiambre-fake. Tras su obituario prematuro, el creador de Apple, que
falleció en realidad en el 2011, recurrió a una frase de Mark Twain: “Los rumores
sobre mi muerte han sido un poco exagerados”. Por no hablar de Fidel
Castro, cuyo deceso ha sido difundido en Twitter en incontables ocasiones, sin
que se haya producido, hasta el momento de cerrar esta edición.
En el terreno religioso, el propio Opus Dei encargó al periodista Marc Argemí que le ayudara a combatir
los rumores surgidos a raíz de la publicación del libro de Dan Brown 'El código Da
Vinci' y, muy especialmente, la posibilidad de que la Iglesia
estuviera ocultando un secreto inconfesable relacionado con María Magdalena.
Gracias a la metodología que puso en práctica Argemí mientras trabajó para el
Opus Dei, ha creado la consultoría Sibilare (en latín, “susurrar”),
especializada en reforzar la credibilidad de instituciones de todo tipo y en
asesorar a particulares víctimas de rumores.
Estas tres situaciones dan una idea de
la fuerza que puede llegar a tener un rumor, de sus repercusiones, muchas veces
perfectamente tangibles, y de las fuerzas (desde los despachos del poder hasta
los barrios, pasando por los púlpitos y las empresas) que se pueden llegar a
movilizar para contrarrestarlos. Unas consecuencias, las de los rumores, que ahora, con la
crisis económica y con el infinito altavoz de internet, conocen una nueva era.
Los rumores en sí mismos no son una
novedad, son inherentes a la especie humana. En la antigua Roma había, incluso,
profesionales del rumor, los subrostani, que se ganaban la vida traficando
con informaciones subterráneas o fabricando noticias sensacionalistas
infundadas. Ya en el año 51 a.C., por ejemplo, se dijo que Cicerón había muerto, cuando lo cierto es que se encontraba de
viaje en Sicilia. Ocho años más tarde, cuando el orador fue realmente
asesinado, su cabeza tuvo que ser mostrada en el Foro Romano para disipar las
dudas. Noticias falsas eran en la edad media desencadenantes de los pogromos
contra los judíos, o movieron siglos después a los conquistadores a buscar El
Dorado, o a los mismísimos nazis a buscar el Santo Grial en la montaña de
Montserrat, en Catalunya, por apuntar unos pocos ejemplos.
Sin embargo, es posible que en la
actualidad nos encontremos ante la tormenta perfecta. En una especie de edad
dorada del rumor en la que los chismorreos campan a sus anchas y gozan del
favor del gran público.
Tanto es así, que el asunto comienza a
ser estudiado con detenimiento por antropólogos, sociólogos y politólogos, caso
de Cass R. Sunstein, asesor de
Obama, quien en el 2010 publicó Rumorología (Debate)
para responder básicamente a dos preguntas: ¿por
qué los seres humanos normales aceptan los rumores, incluso los que son falsos,
destructivos y estrambóticos? y ¿por qué algunos grupos, e incluso países,
aceptan unos rumores que otros grupos y países consideran absurdos?
Por su parte, el folklorista estadounidense Jan Harold Brunvard, santo y seña en todo lo relacionado con las
leyendas urbanas, cree que la creciente rumorización que experimenta la
sociedad guarda relación con que cada vez hay más zonas oscuras y de
incertidumbre que los ciudadanos tienen que rellenar por su cuenta y riesgo,
dado que hoy en día es imposible aclararse con lo que está sucediendo, son tiempos de
inseguridades.
También el alemán Hans-Joachim Neubauer, autor de Fama. Una historia del rumor
(Siruela), un interesante libro que estudia la evolución de los cotilleos a lo
largo de los siglos, defiende que “estamos ante
una nueva era del rumor” donde la habladuría ha encontrado
cobijo en internet. De hecho, dice Neubauer, a la gente parece importarle muy
poco si los rumores son falsos, pues de lo que se trata es de compartir
preocupaciones colectivas que no pueden expresarse de manera racional.
Visto así, los rumores se han convertido en armas de
intoxicación masiva en la guerra de guerrillas que se libra en el siglo XXI
para dominar y dirigir la información, muchas veces de forma
espontánea entre la población, pero otras desde el mismo poder. Un escenario,
este último, que el sociólogo Salvador
Cardús compara con la situación que se vivió en la Segunda Guerra Mundial,
cuando ingleses y alemanes se enzarzaron en propagar rumores de todo tipo,
hasta el punto de crearse auténticas estructuras de Estado que intoxicaron a
fuentes de información neutrales para transmitir toda clase de noticias
tendenciosas e interesadas. Cardús prologó el libro Rumors
en guerra (Rumores en guerra, ed. Acontravent), donde el
consultor Marc Argemí documenta de
qué manera durante la Segunda Guerra Mundial los británicos crearon una
agencia, la Political Warfare Executive,
que difundió hasta 8.000 bulos como, por ejemplo, que los ingleses disponían de
una nueva arma secreta que podía incendiar el mar.
Sobre la posibilidad de que algo así
pudiera estar ocurriendo actualmente, fuentes próximas a las fuerzas y cuerpos
de seguridad del Estado aseguran que ni el Ministerio del Interior ni la
policía disponen de una maquinaria para difundir rumores. En todo caso, cuando
se detecta un bulo, “lo que puede pasar –dicen esas mismas fuentes– es que se aporte una réplica para que el rumor no
suplante a la realidad. El objetivo es instalar la versión oficial, porque
si la historia que se comunica es cierta, entonces ya no tiene categoría de
rumor”.
Volviendo a Marc Argemí, un buen día
se apercibió de que, en tiempo de paz, el hábitat más favorable del rumor era,
precisamente, un entorno sin confianza en las instituciones, los líderes, los
medios de comunicación y los mercados. Y también de que con la actual crisis
económica que afecta al mundo globalizado, los rumores, además de distraer,
cumplían una serie de cometidos sociales y personales, como confirmar los
propios prejuicios, auto-exculparse de cualquier responsabilidad en lo sucedido
o buscar significado en medio del caos, en vista de que los grandes
faros (la religión, la política, la economía…) se han apagado para muchas
personas y que la única forma de alumbrarse es mediante farolillos.
“Ahora mismo se dan
todas las condiciones objetivas para que circulen rumores”,
confirma Argemí. “Cuando las instituciones no son percibidas
como creíbles, la gente busca instintivamente cubrir esa necesidad con el
panadero o con el vecino de escalera”, explica. Aunque muchas de
las cosas que cuenta Argemí son interesantes (“con
internet –explica– hemos pasado del imperio de la noticia a la república del
rumor”), hay una que destaca sobre las demás: “Antiguamente –recuerda– había un adagio que decía: los
hechos son sagrados, y las opiniones, libres. Sin embargo, ahora hemos pasado a
que las opiniones son sagradas y los hechos son libres”,
ironiza.
En relación con este tema, un
antropólogo como Max Gluckman ha
llegado a formular una teoría del chismorreo de la que se desprende que el
chisme “desempeña importantes funciones sociales”.
Es más, cuanto más desarrollada está una sociedad, más importancia tiene en
ella el chisme. Y es que las habladurías, por su carácter secreto, hacen
sentirse poderosas a las personas que trafican con informaciones
confidenciales, al mismo tiempo que crean vínculos sociales entre quienes
comparten sus teorías.
Tal vez esto podría explicar el éxito
que cosechan en la actualidad los rumores, las leyendas urbanas, los hoax (cuya
traducción libre podría ser “engaños masivos”), las falsas cadenas
solidarias, las dietas milagro, los mitos, las tertulias, los foros, los
tópicos, los cotilleos, las alcahueterías y, en general, las ideas contagiosas.
Delia Rodríguez, la redactora jefe
de El Huffington Post y autora del
blog Trending Topics, ha investigado este fenómeno y ha llegado a varias
conclusiones. La primera de todas es que “hoy en día,
casi todo sirve de excusa para compartir emociones, que es lo que nos tiene de
verdad enganchados”, dice. “El problema es
que la emoción quita espacio para la reflexión”, comenta, antes
de reseñar que con la nueva cultura digital estamos viviendo una vuelta a la
oralidad. Algo a lo que también se ha referido la revista The Economist al
alertar sobre “el
retorno de las conversaciones de café”.
Rodríguez
publicó en septiembre del 2013 Memecracia.
Los virales que nos gobiernan (Gestión 2000), para estudiar las “ideas virus”
que triunfan ahora mismo, pero también el irresistible encanto de “estar a un solo
meme de distancia de la fama global”, así como para dar pistas sobre
la razón por la que triunfó Gangnam Style, el baile del caballo. Pese a que
tras la lectura del libro queda claro que un meme no es lo mismo que un rumor,
Rodríguez cree que ambos tienen en común ser ideas contagiosas que tienen lo
que el sociólogo Malcolm Gladwell
denomina “la cualidad de lo pegajoso”
(stickiness). Y también que, efectivamente, estamos en la edad dorada del
rumor.
Pero si internet está evolucionando
para ser más divertido y proporcionar aquellas cosas que atraen a nuestro
cerebro (rumores, cotilleos, sexo, juegos, música, relaciones…), cuando esa
rumorología se traslada a la calle, las consecuencias pueden ser más serias, porque los
rumores se ceban con los más débiles. “Los rumores sirven para encontrar
culpables”, interviene Daniel
de Torres, consultor del Consejo de Europa y alma máter de la estrategia
antirrumores que puso en práctica el Ayuntamiento de Barcelona en el 2010,
cuando De Torres era el comisionado de Inmigración.
Por ese año, cuando la crisis
económica era ya una realidad, crecían rumores como que los emigrantes abusaban
del sistema sanitario, colapsaban las ayudas sociales, no pagaban impuestos, no
cumplían los horarios, conseguían ayudas para abrir tiendas y otras lindezas
con las que algunos aborígenes intentaban exteriorizar su frustración por la
pésima situación económica.
La sorpresa fue que este plan
intercultural, que luego ha tenido continuación con un partido político
distinto en la alcaldía, “en lugar de quedarse en el típico plan del Ayuntamiento,
fue acogido con un gran entusiasmo por muchas entidades (al principio, unas 40
o 45, y hoy, más de 300) de corte muy transversal que quisieron contribuir a
propagar uno de sus principales lemas: del estereotipo al conocimiento”,
indica De Torres. “Esto causó un alivio personal a muchas personas que hasta entonces
combatían en solitario contra estos clichés xenófobos, ya que les ayudó a sentirse bajo un paraguas de gente que estaba en lo
mismo, lo que fortaleció la trinchera”, explica De Torres. Es decir, guerra al rumor.
¿Cómo? Para empezar, desmontándolos utilizando datos
reales en institutos, asociaciones de padres y madres, mercados municipales,
centros de salud, entidades cívicas, oenegés y ateneos. Pero además se procedió a
formar a agentes antirrumores (ahora mismo, hay alrededor de mil en
Barcelona), lo que sirvió para contrarrestar algunos mitos xenófobos. También
se llevaron a cabo acciones muy divertidas: el dibujante Miguel Gallardo, sin ir más lejos, se prestó para escribir un cómic
titulado Blanca, Rosita, Barcelona, una parodia de Vicky, Cristina, Barcelona,
la película de Woody Allen, donde Rosita es una jubilada residente en el
Eixample barcelonés que llegó a Catalunya hace muchos años procedente del sur y
que ahora está preocupada por la posibilidad de que los inmigrantes que llegan
de otros países se conviertan en mayoría. En cuanto a Blanca, es una chica
peruana que cuida de Rosita.
En la práctica, la red antirrumores
engloba a un conjunto de personas y entidades que se comprometen
voluntariamente a difundir en su entorno datos y argumentos positivos sobre la
inmigración que les proporciona el Consistorio y que contrarrestan algunos de
los perjuicios más extendidos. Aquí hay desde alguna señora mayor que patrulla
en solitario por el mercado de la Boqueria de Barcelona en busca de restablecer
el honor de los forasteros hasta matrimonios mixtos que tienen que combatir los
perjuicios de sus familiares, pasando por entidades ciudadanas, profesores,
médicos, grupos de teatro, etcétera, unidos por una misma causa. Una
experiencia que han adoptado también Tenerife, Fuenlabrada y Getxo y que están
a punto de hacer hasta diez ciudades europeas, como Patras (Grecia), Erlangen
(Alemania) o Botkyrka (Suecia).
La antropóloga Lola López, por ejemplo, ayuda a formar a agentes antirrumores para
desmentir que en las tiendas chinas sea habitual dormir a los clientes y
robarles un riñón (“como yo misma he escuchado en el supermercado”, comenta),
que las latinas son unas frescas que sólo quieren quitarles los hombres a las
españolas o que el carrito con el que las mujeres marroquíes pasean a sus bebés
lo paga el Ayuntamiento.
“En este trabajo se puede considerar un éxito –indica López–,
más que convencer a la gente, hacerla reflexionar, plantándole la semilla de la
duda. La ignorancia genera odio mal
enfocado”,
apunta esta mujer que también combate los comentarios racistas que aparecen en
las ediciones digitales de los diarios.
Rosa
López
y el educador Xavi Muñoz impulsan,
con el soporte del Centro de Estudios
Africanos e Interculturales, el taller Rimando Rumores, que utiliza el hip-hop para
que los jóvenes de diversos institutos catalanes se inmunicen contra los
prejuicios que planean sobre los estudiantes nacidos fuera de España. Para
conseguirlo, les animan a escribir letras que rimen sobre los estereotipos que
escuchan en su escuela, en su barrio, en su vida, que luego recitan sobre una
base pregrabada de hip-hop. En la iniciativa colabora Rick (el joven que
aparece en la portada de Magazine), un peruano de 21 años que les enseña a
bailar break dance en los ratos libres que le deja su trabajo en un local de
comida rápida. Y lo mismo la bailarina de origen ucraniano Kateryna Palyvoda, que colabora en esta iniciativa intercultural
desde el 2008.
Algo parecido hacen Iosu Acha y Arantxa Iurre en Getxo (Vizcaya), donde ya hay 25 agentes
antirrumores como ellos que impulsan la estrategia conocida como “bola de nieve”,
consistente en ganarse para la causa a diez personas para ser pronto 250 (el
objetivo es llegar a 2.500). “Cuando escucho
en la calle a alguien soltar una barbaridad –dice Iurre–, le pregunto: ‘¿Tú has
visto eso? ¿Y dónde? ¿Y quién había?’, para
intentar crearle dudas, pero siempre en un tono amable”. “Y también, si
puede ser, con sentido del humor, que es lo que mejor funciona en estos casos”,
añade Acha. “Ahora
mismo –explica este agente antirrumores–, muchos alemanes me imagino que deben
de estar diciendo que los españoles les roban el trabajo, cuando en realidad se
van a labrar un porvenir”. Xabier
Aierdi, que fue director del Observatorio de Inmigración del País Vasco
entre el 2003 y el 2011, que acompaña a Acha e Iurrea en la charla, agrega: “En los tiempos
que corren, el verdadero potencial transformador está en los ascensores, en el
recreo de un patio de colegio, en la barra de un bar. Cualquier sitio es bueno
para hacer como los yudocas y utilizar la fuerza del otro para tumbarlo e
invertir la carga de la prueba”.
Y en Navarra, Rebeca Germán y el brasileño Ricardo
Spilborghs impulsan el colectivo Alter
Nativas, que pretende favorecer la comprensión de los procesos migratorios.
Para ello, han puesto en práctica la estrategia 59’ Antirrumor, cuyo objetivo es
juntarse una vez al mes durante 59 minutos y que cada persona intente
incorporar (o contagiar…) a otra persona para la causa. “Con la crisis económica, la gente ha
perdido el pudor y dice cosas bestiales”, recalca Rebeca.
Es posible que los rumores queafectan
a los inmigrantes sólo sean la punta del iceberg. Como se ha dicho, los rumores
son inherentes a la historia de la humanidad y, cuando se convierten en un
fenómeno sociológico, ganan en peligrosidad. La mejor prueba es que numerosos ciudadanos
se han puesto en marcha contra ellos.
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