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dissabte, 18 de gener del 2014

Guerra a los rumores tóxicos. Antonio Ortí. La Vanguardia.

El mecanismo acostumbra a ser siempre el mismo. El rumor o la expectativa de que la empresa A puede ser adquirida por la empresa B, o de que la compañía Z tendrá unos beneficios menores de lo esperado, o de que el Banco Central Europeo modificará los tipos de interés, o de que la entrada en guerra de un país productor de petróleo es inminente... Cualquiera de estas informaciones no confirmadas puede enriquecer o arruinar a miles de inversores en todo el planeta. Millones de euros en el debe o en el haber, por un simple rumor.
En el ámbito político, la creencia de que Barack H. Obama (por cierto, H. de Hussein) era musulmán y de que tal vez podía tener simpatías con terroristas tuvo impacto en cierta parte del público estadounidense, e incluso estuvo a punto de erosionar su carrera presidencial en el 2008. En el 2011, un pirata informático difundió que Obama había muerto, y el chisme se convirtió en el cotilleo top de internet durante unos minutos. Algo parecido le sucedió a Steve Jobs en el 2008 cuando un tuit lo declaró fiambre-fake. Tras su obituario prematuro, el creador de Apple, que falleció en realidad en el 2011, recurrió a una frase de Mark Twain: “Los rumores sobre mi muerte han sido un poco exagerados”. Por no hablar de Fidel Castro, cuyo deceso ha sido difundido en Twitter en incontables ocasiones, sin que se haya producido, hasta el momento de cerrar esta edición.
En el terreno religioso, el propio Opus Dei encargó al periodista Marc Argemí que le ayudara a combatir los rumores surgidos a raíz de la publicación del libro de Dan Brown 'El código Da Vinci' y, muy especialmente, la posibilidad de que la Iglesia estuviera ocultando un secreto inconfesable relacionado con María Magdalena. Gracias a la metodología que puso en práctica Argemí mientras trabajó para el Opus Dei, ha creado la consultoría Sibilare (en latín, “susurrar”), especializada en reforzar la credibilidad de instituciones de todo tipo y en asesorar a particulares víctimas de rumores.
Estas tres situaciones dan una idea de la fuerza que puede llegar a tener un rumor, de sus repercusiones, muchas veces perfectamente tangibles, y de las fuerzas (desde los despachos del poder hasta los barrios, pasando por los púlpitos y las empresas) que se pueden llegar a movilizar para contrarrestarlos. Unas consecuencias, las de los rumores, que ahora, con la crisis económica y con el infinito altavoz de internet, conocen una nueva era.
Los rumores en sí mismos no son una novedad, son inherentes a la especie humana. En la antigua Roma había, incluso, profesionales del rumor, los subrostani, que se ganaban la vida traficando con informaciones subterráneas o fabricando noticias sensacionalistas infundadas. Ya en el año 51 a.C., por ejemplo, se dijo que Cicerón había muerto, cuando lo cierto es que se encontraba de viaje en Sicilia. Ocho años más tarde, cuando el orador fue realmente asesinado, su cabeza tuvo que ser mostrada en el Foro Romano para disipar las dudas. Noticias falsas eran en la edad media desencadenantes de los pogromos contra los judíos, o movieron siglos después a los conquistadores a buscar El Dorado, o a los mismísimos nazis a buscar el Santo Grial en la montaña de Montserrat, en Catalunya, por apuntar unos pocos ejemplos.
Sin embargo, es posible que en la actualidad nos encontremos ante la tormenta perfecta. En una especie de edad dorada del rumor en la que los chismorreos campan a sus anchas y gozan del favor del gran público.
Tanto es así, que el asunto comienza a ser estudiado con detenimiento por antropólogos, sociólogos y politólogos, caso de Cass R. Sunstein, asesor de Obama, quien en el 2010 publicó Rumorología (Debate) para responder básicamente a dos preguntas: ¿por qué los seres humanos normales aceptan los rumores, incluso los que son falsos, destructivos y estrambóticos? y ¿por qué algunos grupos, e incluso países, aceptan unos rumores que otros grupos y países consideran absurdos? Por su parte, el folklorista estadounidense Jan Harold Brunvard, santo y seña en todo lo relacionado con las leyendas urbanas, cree que la creciente rumorización que experimenta la sociedad guarda relación con que cada vez hay más zonas oscuras y de incertidumbre que los ciudadanos tienen que rellenar por su cuenta y riesgo, dado que hoy en día es imposible aclararse con lo que está sucediendo, son tiempos de inseguridades.

También el alemán Hans-Joachim Neubauer, autor de Fama. Una historia del rumor (Siruela), un interesante libro que estudia la evolución de los cotilleos a lo largo de los siglos, defiende que “estamos ante una nueva era del rumor” donde la habladuría ha encontrado cobijo en internet. De hecho, dice Neubauer, a la gente parece importarle muy poco si los rumores son falsos, pues de lo que se trata es de compartir preocupaciones colectivas que no pueden expresarse de manera racional.
Visto así, los rumores se han convertido en armas de intoxicación masiva en la guerra de guerrillas que se libra en el siglo XXI para dominar y dirigir la información, muchas veces de forma espontánea entre la población, pero otras desde el mismo poder. Un escenario, este último, que el sociólogo Salvador Cardús compara con la situación que se vivió en la Segunda Guerra Mundial, cuando ingleses y alemanes se enzarzaron en propagar rumores de todo tipo, hasta el punto de crearse auténticas estructuras de Estado que intoxicaron a fuentes de información neutrales para transmitir toda clase de noticias tendenciosas e interesadas. Cardús prologó el libro Rumors en guerra (Rumores en guerra, ed. Acontravent), donde el consultor Marc Argemí documenta de qué manera durante la Segunda Guerra Mundial los británicos crearon una agencia, la Political Warfare Executive, que difundió hasta 8.000 bulos como, por ejemplo, que los ingleses disponían de una nueva arma secreta que podía incendiar el mar.
Sobre la posibilidad de que algo así pudiera estar ocurriendo actualmente, fuentes próximas a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado aseguran que ni el Ministerio del Interior ni la policía disponen de una maquinaria para difundir rumores. En todo caso, cuando se detecta un bulo, “lo que puede pasar –dicen esas mismas fuentes– es que se aporte una réplica para que el rumor no suplante a la realidad. El objetivo es instalar la versión oficial, porque si la historia que se comunica es cierta, entonces ya no tiene categoría de rumor”.
Volviendo a Marc Argemí, un buen día se apercibió de que, en tiempo de paz, el hábitat más favorable del rumor era, precisamente, un entorno sin confianza en las instituciones, los líderes, los medios de comunicación y los mercados. Y también de que con la actual crisis económica que afecta al mundo globalizado, los rumores, además de distraer, cumplían una serie de cometidos sociales y personales, como confirmar los propios prejuicios, auto-exculparse de cualquier responsabilidad en lo sucedido o buscar significado en medio del caos, en vista de que los grandes faros (la religión, la política, la economía…) se han apagado para muchas personas y que la única forma de alumbrarse es mediante farolillos.
“Ahora mismo se dan todas las condiciones objetivas para que circulen rumores”, confirma Argemí. “Cuando las instituciones no son percibidas como creíbles, la gente busca instintivamente cubrir esa necesidad con el panadero o con el vecino de escalera”, explica. Aunque muchas de las cosas que cuenta Argemí son interesantes (“con internet –explica– hemos pasado del imperio de la noticia a la república del rumor”), hay una que destaca sobre las demás: “Antiguamente –recuerda– había un adagio que decía: los hechos son sagrados, y las opiniones, libres. Sin embargo, ahora hemos pasado a que las opiniones son sagradas y los hechos son libres”, ironiza.
En relación con este tema, un antropólogo como Max Gluckman ha llegado a formular una teoría del chismorreo de la que se desprende que el chisme “desempeña importantes funciones sociales”. Es más, cuanto más desarrollada está una sociedad, más importancia tiene en ella el chisme. Y es que las habladurías, por su carácter secreto, hacen sentirse poderosas a las personas que trafican con informaciones confidenciales, al mismo tiempo que crean vínculos sociales entre quienes comparten sus teorías.
Tal vez esto podría explicar el éxito que cosechan en la actualidad los rumores, las leyendas urbanas, los hoax (cuya traducción libre podría ser “engaños masivos”), las falsas cadenas solidarias, las dietas milagro, los mitos, las tertulias, los foros, los tópicos, los cotilleos, las alcahueterías y, en general, las ideas contagiosas. Delia Rodríguez, la redactora jefe de El Huffington Post y autora del blog Trending Topics, ha investigado este fenómeno y ha llegado a varias conclusiones. La primera de todas es que “hoy en día, casi todo sirve de excusa para compartir emociones, que es lo que nos tiene de verdad enganchados”, dice. “El problema es que la emoción quita espacio para la reflexión”, comenta, antes de reseñar que con la nueva cultura digital estamos viviendo una vuelta a la oralidad. Algo a lo que también se ha referido la revista The Economist al alertar sobre “el retorno de las conversaciones de café”.
Rodríguez publicó en septiembre del 2013 Memecracia. Los virales que nos gobiernan (Gestión 2000), para estudiar las “ideas virus” que triunfan ahora mismo, pero también el irresistible encanto de “estar a un solo meme de distancia de la fama global”, así como para dar pistas sobre la razón por la que triunfó Gangnam Style, el baile del caballo. Pese a que tras la lectura del libro queda claro que un meme no es lo mismo que un rumor, Rodríguez cree que ambos tienen en común ser ideas contagiosas que tienen lo que el sociólogo Malcolm Gladwell denomina “la cualidad de lo pegajoso” (stickiness). Y también que, efectivamente, estamos en la edad dorada del rumor.


Pero si internet está evolucionando para ser más divertido y proporcionar aquellas cosas que atraen a nuestro cerebro (rumores, cotilleos, sexo, juegos, música, relaciones…), cuando esa rumorología se traslada a la calle, las consecuencias pueden ser más serias, porque los rumores se ceban con los más débiles. “Los rumores sirven para encontrar culpables”, interviene Daniel de Torres, consultor del Consejo de Europa y alma máter de la estrategia antirrumores que puso en práctica el Ayuntamiento de Barcelona en el 2010, cuando De Torres era el comisionado de Inmigración.
Por ese año, cuando la crisis económica era ya una realidad, crecían rumores como que los emigrantes abusaban del sistema sanitario, colapsaban las ayudas sociales, no pagaban impuestos, no cumplían los horarios, conseguían ayudas para abrir tiendas y otras lindezas con las que algunos aborígenes intentaban exteriorizar su frustración por la pésima situación económica.
La sorpresa fue que este plan intercultural, que luego ha tenido continuación con un partido político distinto en la alcaldía, “en lugar de quedarse en el típico plan del Ayuntamiento, fue acogido con un gran entusiasmo por muchas entidades (al principio, unas 40 o 45, y hoy, más de 300) de corte muy transversal que quisieron contribuir a propagar uno de sus principales lemas: del estereotipo al conocimiento”, indica De Torres. “Esto causó un alivio personal a muchas personas que hasta entonces combatían en solitario contra estos clichés xenófobos, ya que les ayudó a sentirse bajo un paraguas de gente que estaba en lo mismo, lo que fortaleció la trinchera”, explica De Torres. Es decir, guerra al rumor.
¿Cómo?  Para empezar, desmontándolos utilizando datos reales en institutos, asociaciones de padres y madres, mercados municipales, centros de salud, entidades cívicas, oenegés y ateneos. Pero además se procedió a formar a agentes antirrumores (ahora mismo, hay alrededor de mil en Barcelona), lo que sirvió para contrarrestar algunos mitos xenófobos. También se llevaron a cabo acciones muy divertidas: el dibujante Miguel Gallardo, sin ir más lejos, se prestó para escribir un cómic titulado Blanca, Rosita, Barcelona, una parodia de Vicky, Cristina, Barcelona, la película de Woody Allen, donde Rosita es una jubilada residente en el Eixample barcelonés que llegó a Catalunya hace muchos años procedente del sur y que ahora está preocupada por la posibilidad de que los inmigrantes que llegan de otros países se conviertan en mayoría. En cuanto a Blanca, es una chica peruana que cuida de Rosita.
En la práctica, la red antirrumores engloba a un conjunto de personas y entidades que se comprometen voluntariamente a difundir en su entorno datos y argumentos positivos sobre la inmigración que les proporciona el Consistorio y que contrarrestan algunos de los perjuicios más extendidos. Aquí hay desde alguna señora mayor que patrulla en solitario por el mercado de la Boqueria de Barcelona en busca de restablecer el honor de los forasteros hasta matrimonios mixtos que tienen que combatir los perjuicios de sus familiares, pasando por entidades ciudadanas, profesores, médicos, grupos de teatro, etcétera, unidos por una misma causa. Una experiencia que han adoptado también Tenerife, Fuenlabrada y Getxo y que están a punto de hacer hasta diez ciudades europeas, como Patras (Grecia), Erlangen (Alemania) o Botkyrka (Suecia).
La antropóloga Lola López, por ejemplo, ayuda a formar a agentes antirrumores para desmentir que en las tiendas chinas sea habitual dormir a los clientes y robarles un riñón (“como yo misma he escuchado en el supermercado”, comenta), que las latinas son unas frescas que sólo quieren quitarles los hombres a las españolas o que el carrito con el que las mujeres marroquíes pasean a sus bebés lo paga el Ayuntamiento.
“En este trabajo se puede considerar un éxito –indica López–, más que convencer a la gente, hacerla reflexionar, plantándole la semilla de la duda. La ignorancia genera odio mal enfocado, apunta esta mujer que también combate los comentarios racistas que aparecen en las ediciones digitales de los diarios.
Rosa López y el educador Xavi Muñoz impulsan, con el soporte del Centro de Estudios Africanos e Interculturales, el taller Rimando Rumores, que utiliza el hip-hop para que los jóvenes de diversos institutos catalanes se inmunicen contra los prejuicios que planean sobre los estudiantes nacidos fuera de España. Para conseguirlo, les animan a escribir letras que rimen sobre los estereotipos que escuchan en su escuela, en su barrio, en su vida, que luego recitan sobre una base pregrabada de hip-hop. En la iniciativa colabora Rick (el joven que aparece en la portada de Magazine), un peruano de 21 años que les enseña a bailar break dance en los ratos libres que le deja su trabajo en un local de comida rápida. Y lo mismo la bailarina de origen ucraniano Kateryna Palyvoda, que colabora en esta iniciativa intercultural desde el 2008.
Algo parecido hacen Iosu Acha y Arantxa Iurre en Getxo (Vizcaya), donde ya hay 25 agentes antirrumores como ellos que impulsan la estrategia conocida como “bola de nieve”, consistente en ganarse para la causa a diez personas para ser pronto 250 (el objetivo es llegar a 2.500). “Cuando escucho en la calle a alguien soltar una barbaridad –dice Iurre–, le pregunto: ‘¿Tú has visto eso? ¿Y dónde? ¿Y quién había?’, para intentar crearle dudas, pero siempre en un tono amable”. “Y también, si puede ser, con sentido del humor, que es lo que mejor funciona en estos casos”, añade Acha. “Ahora mismo –explica este agente antirrumores–, muchos alemanes me imagino que deben de estar diciendo que los españoles les roban el trabajo, cuando en realidad se van a labrar un porvenir”. Xabier Aierdi, que fue director del Observatorio de Inmigración del País Vasco entre el 2003 y el 2011, que acompaña a Acha e Iurrea en la charla, agrega: “En los tiempos que corren, el verdadero potencial transformador está en los ascensores, en el recreo de un patio de colegio, en la barra de un bar. Cualquier sitio es bueno para hacer como los yudocas y utilizar la fuerza del otro para tumbarlo e invertir la carga de la prueba”.
Y en Navarra, Rebeca Germán y el brasileño Ricardo Spilborghs impulsan el colectivo Alter Nativas, que pretende favorecer la comprensión de los procesos migratorios. Para ello, han puesto en práctica la estrategia 59’ Antirrumor, cuyo objetivo es juntarse una vez al mes durante 59 minutos y que cada persona intente incorporar (o contagiar…) a otra persona para la causa. “Con la crisis económica, la gente ha perdido el pudor y dice cosas bestiales”, recalca Rebeca.

Es posible que los rumores queafectan a los inmigrantes sólo sean la punta del iceberg. Como se ha dicho, los rumores son inherentes a la historia de la humanidad y, cuando se convierten en un fenómeno sociológico, ganan en peligrosidad. La mejor prueba es que numerosos ciudadanos se han puesto en marcha contra ellos.


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