“Para alguien que es indiferente, la vida misma es una prisión.
Cualquier sentido de comunidad es externa o, peor aún, no existe. Por lo tanto,
la indiferencia significa soledad. Aquellos que son indiferentes no ven a los
demás. No sienten nada por los demás y no les preocupa lo que les podría
suceder. Están rodeados por un gran vacío. Ocupado por él, de hecho. Carecen de
toda esperanza, así como de imaginación. En otras palabras, carecen de todo
futuro.”
Elie Wiesel
Entre el desprecio y el aprecio; y más
bien relacionada con la apatía: así es la indiferencia. Una plaga extendida de
tal manera, que nos insensibiliza y anestesia impidiéndonos probablemente
sufrir, pero también gozar.
Creo que por principio, uno no debe
ser indiferente a nada. La vida es lo suficientemente estimulante y sorpresiva
como para pasar por ella con mirada lánguida, incapaz de despertarnos la más
mínima emoción. Cada día nos da decenas de razones para maravillarnos y cada
persona está potencialmente cualificada para ofrecernos lecciones de sabiduría,
en las que no repararemos jamás si prescindimos de empatizar con ella y nos
aislamos en una coraza de distancia o lejanía incapaz de penetrar.
"El peor pecado
para con nuestras criaturas amigas, no es el odiarlas, sino ser indiferentes
con ellas, esa es la esencia de la inhumanidad", decía
George Bernard Shaw. Y aunque
pensemos que no, y que la indiferencia no es malsana y es solo un ejercicio de
neutralidad y equidistancia, somos cómplices de lo que nos deja indiferentes.
Una
historia de indiferencia
Un hombre se sentó en una estación del
metro en Washington y comenzó a tocar el violín en una fría mañana de enero.
Durante los siguientes 45 minutos interpretó seis obras de Bach. En el mismo
tiempo se calcula que pasaron por aquella estación algo más de mil personas,
casi todas camino hacia sus trabajos.
Transcurrieron tres minutos hasta que
alguien se detuvo ante el músico. Un hombre de mediana edad alteró por un
instante su paso y advirtió que había una persona tocando música. Un minuto más
tarde el violinista recibió su primera propina: una mujer arrojó un dólar en la
lata y continuó su marcha. Algunos minutos después, alguien se apoyó contra la
pared a escuchar, pero enseguida miró su reloj y retomó su camino.
Quien más atención prestó fue un niño
de tres años. Su madre tiraba de su brazo, apurada, pero el niño se plantó ante
el músico. Cuando la mujer logró arrancarlo del lugar, el niño continuó
volteando su cabeza para mirar al artista. Esto se repitió con otros niños.
Todos los padres, sin excepción, los forzaron a seguir la marcha.
En los tres cuartos de hora que el
músico tocó, solo siete personas se detuvieron y otras veinte dieron dinero sin
interrumpir su camino. El violinista recaudó 32 dólares. Cuando terminó de
tocar y se hizo silencio, nadie pareció advertirlo. No hubo aplausos, ni
reconocimientos.
Nadie lo sabía, pero ese violinista
era Joshua Bell, uno de los mejores
músicos del mundo, tocando las obras más complejas que se escribieron jamás, en
un violín valorado en 3.5 millones de dólares. Dos días antes de su actuación
en el metro, Bell llenó un teatro en Boston con localidades cuyo valor medio
alcanzaba los 100 dólares.
Esta historia es real. La actuación de
Joshua Bell de incógnito en el metro, fue organizada por el diario The Washington Post como parte de un
experimento social sobre la percepción, el gusto y las prioridades de las
personas. La consigna era: en un ambiente banal y a una hora inconveniente, ¿percibimos la
belleza? ¿Nos detenemos a apreciarla? ¿Reconocemos el talento en un contexto
inesperado?
Tan sólo una mujer le reconoció. Stacy Fukuyama, que trabaja en el
Departamento de Comercio, llegó casi al final de su actuación. No lo dudó ni un
segundo: el que tocaba el violín no era ningún artista callejero. Le había
visto hacía tres semanas en un concierto en la Biblioteca del Congreso. Y se
quedó mirando, atónita, hasta que la última nota salió del Stradivarius.
Lo que más extrañó a Bell, sin
embargo, fue que al final de cada pieza no pasaba "nada". ¡Nada! Ni
un bravo, ni un aplauso. Sólo silencio.
En total, el violinista recaudó en la
funda de su Stradivarius 32 dólares y algo de calderilla. "No está mal", bromeó,
"casi 40
dólares la hora... podría vivir de esto. Y no tendría que pagarle a mi
agente".
¿Qué otras cosas nos estaremos perdiendo?
Reflexión
final: "Un mundo diferente no puede ser construido por la gente
indiferente." (Peter Marshall)
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